miércoles, 23 de abril de 2014

Béelia Yarátu

Un sol calcinante me recibió al llegar Mezcala, me han contratado desde la Ciudad de México como supervisor de seguridad en la mina de Los Filos. No es lugar para un citadino, que ha laborado la mayor parte del tiempo detrás de un escritorio, por lo que ha sido difícil acostumbrarme al calor húmedo de la sierra de Guerrero. La ciudad de Chilpancingo está a más de cincuenta kilómetros, pero el trayecto es bastante cansado para ir y venir el mismo día. Así que opté por  quedarme los fines de semana en este pueblo o en el Carrizalillo. Claro, no hay mucho que hacer, por lo que muchas veces me senté bajo la sombra, abochornado, de algún estanquillo a beber cerveza.

Hace días vimos luces de colores sobre el cerro Pie de Minas, éstas eran de tonos amarillo, naranja y rojo. Tomé mis binoculares para tratar de observar el fenómeno, lo único que alcance a distinguir fue la sombra de un gran gato que se internaba entre los árboles. El evento duró unas pocas horas, —mas el periódico local publicó que el fenómeno se prolongó por treinta—. Una cuadrilla de hombres me acompañaron para revisar los alrededores, puesto que de noche, con lluvia y sin luna llena era fácil extraviarse. Al llegar al pie del cerro, la luz se desvaneció por completo, pareciera que sólo esperó nuestra presencia para desaparecer. No encontramos rastros de ningún meteoro, tampoco marcas en el suelo de algún helicóptero que haya aterrizado. Lo único que escuchamos fue el aullido infernal de los ocelotes.
Béelia Yarátu es descendiente de zapotecos — me comentó cuándo la lleve vivir conmigo a la barraca; ella apareció unos días después del extraño evento de las luces—. Es una de las pocas mineras en el lugar, pero tiene una enorme facilidad para manejar camiones de carga de trescientas toneladas. A pesar de su aparente fragilidad tiene una fuerza descomunal y compite en las  labores más arduas con los hombres de la mina. Ella posee un cuerpo delgado y atlético, con senos que parecen breves suspiros, un poco más alta del promedio debido a sus largas piernas; hay dos cosas que sobresalen de su rostro: el cabello intensamente negro y unos profundos ojos ámbar. —En poco tiempo ha logrado infundir miedo a los mineros— quienes comentan que la han visto deambular dentro de sus sueños.
La misma pesadilla se repite todas las noches, pero hoy tengo una extraña sensación. Trato de dormir con el sueño ligero, pero en este estado de semiinconsciencia abandono mi cuerpo; ingrávido atravieso los barrotes de hierro oxidado que cubren la ventana. Una sensación de libertad me llega como una ráfaga de viento en la cara, mientras cae una ligera lluvia. El calor se vuelve insoportablemente húmedo. La luna se esconde tímida por encima de las nubes. Lentamente estoy ascendiendo hasta encontrarme encima del yacimiento, sólo que en el fondo distingo mi cuerpo atado y a Béelia con un puñal de obsidiana en la mano. Un temor helado me invade por completo, alguien me observa, busco en todas direcciones hasta que siento que algo golpea mi pecho.
No puedo despertar. Es tal mi desesperación que trato de pedir ayuda, un leve sonido sale de mi boca, casi ininteligible. Empiezo a respirar con fuerza, necesito escapar de este letargo en el que me encuentro. Por instantes pienso que ya estoy despierto, pero compruebo por las imágenes borrosas que continuo atrapado en la misma pesadilla. De pronto se abre el piso y caigo en un profundo abismo. Siento en el estómago el vértigo del descenso, estiro mis manos para tratar de sostenerme de la nada. Me desplomo pesadamente envuelto en las sabanas empapadas por el sudor. Desde el piso observo la silueta de Béelia oscilar rítmicamente.
Esta temblando. Béelia se despierta sobresaltada, sigue adormilada, no alcanza a comprender lo que está sucediendo, tarda en darse cuenta del cataclismo. Escuchamos caer trastos en la cocina, el sonido hueco del espejo que choca constantemente contra la pared, con un vaivén que cambia varias veces de dirección. Ella me abraza con fuerza, siento su cuerpo desnudo pegarse al mío; no puedo evitar pensar a pesar de lo terrible del momento, que tiene una extraña belleza que domina mis sentidos. Me fundo en la piel de ella mientras la escucho rezar en voz baja: “Ti mistu' nayaase' / Cayuni laa bizi / Lubí ti ca nexhe' / cayapa ra lidxi / zápanu biuuza' / ne zedandá xtubi / gata' guie' lu bidó' / ne cuezanu biuuza'”.
El temblor dura segundos interminables. Al pararme para encender la luz me siento mareado y tropiezo con la ropa tirada en el suelo. No hay luz sólo oscuridad. Un fuerte dolor en el pecho me tira nuevamente, al tocarme, una humedad pegajosa baña mis dedos. En mi confusión veo a Béelia que me sigue con los ojos, pero éstos brillan siniestramente en medio de la oscuridad del cuarto. Recorro a tientas la barraca para ver los desperfectos causados por el terremoto. Con mucho esfuerzo abro las cortinas, la poca luz crea un efecto fantasmal. Sombras amorfas crean un sinfín de espectros lúgubres. La luna brilla con plenitud y en la recamara un breve gruñido me congela la sangre. Unas fauces negras terminan por abrir mi torso desnudo. Retrocedo y no consigo gritar, el miedo me paraliza; cuando veo mi corazón siendo devorado, aún latiendo, fuera de mi pecho.

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