Béelia Yarátu
Un sol calcinante me recibió al llegar Mezcala, me han contratado desde la Ciudad de México como supervisor de seguridad en la mina de Los Filos. No es lugar para un citadino, que ha laborado la mayor parte del tiempo detrás de un escritorio, por lo que ha sido difícil acostumbrarme al calor húmedo de la sierra de Guerrero. La ciudad de Chilpancingo está a más de cincuenta kilómetros, pero el trayecto es bastante cansado para ir y venir el mismo día. Así que opté por quedarme los fines de semana en este pueblo o en el Carrizalillo. Claro, no hay mucho que hacer, por lo que muchas veces me senté bajo la sombra, abochornado, de algún estanquillo a beber cerveza.
Hace
días vimos luces de colores sobre el cerro Pie de Minas, éstas eran de tonos
amarillo, naranja y rojo. Tomé mis binoculares para tratar de observar el
fenómeno, lo único que alcance a distinguir fue la sombra de un gran gato que se
internaba entre los árboles. El evento duró unas pocas horas, —mas el periódico
local publicó que el fenómeno se prolongó por treinta—. Una cuadrilla de
hombres me acompañaron para revisar los alrededores, puesto que de noche, con
lluvia y sin luna llena era fácil extraviarse. Al llegar al pie del cerro, la
luz se desvaneció por completo, pareciera que sólo esperó nuestra presencia
para desaparecer. No encontramos rastros de ningún meteoro, tampoco marcas en
el suelo de algún helicóptero que haya aterrizado. Lo único que escuchamos fue
el aullido infernal de los ocelotes.
Béelia
Yarátu es descendiente de zapotecos — me comentó cuándo la lleve vivir conmigo a
la barraca; ella apareció unos días después del extraño evento de las luces—. Es
una de las pocas mineras en el lugar, pero tiene una enorme facilidad para
manejar camiones de carga de trescientas toneladas. A pesar de su aparente
fragilidad tiene una fuerza descomunal y compite en las labores más arduas con los hombres de la mina.
Ella posee un cuerpo delgado y atlético, con senos que parecen breves suspiros,
un poco más alta del promedio debido a sus largas piernas; hay dos cosas que
sobresalen de su rostro: el cabello intensamente negro y unos profundos ojos ámbar.
—En poco tiempo ha logrado infundir miedo a los mineros— quienes comentan que
la han visto deambular dentro de sus sueños.
La
misma pesadilla se repite todas las noches, pero hoy tengo una extraña sensación.
Trato de dormir con el sueño ligero, pero en este estado de semiinconsciencia abandono
mi cuerpo; ingrávido atravieso los barrotes de hierro oxidado que cubren la
ventana. Una sensación de libertad me llega como una ráfaga de viento en la
cara, mientras cae una ligera lluvia. El calor se vuelve insoportablemente
húmedo. La luna se esconde tímida por encima de las nubes. Lentamente estoy
ascendiendo hasta encontrarme encima del yacimiento, sólo que en el fondo
distingo mi cuerpo atado y a Béelia con un puñal de obsidiana en la mano. Un
temor helado me invade por completo, alguien me observa, busco en todas
direcciones hasta que siento que algo golpea mi pecho.
No
puedo despertar. Es tal mi desesperación que trato de pedir ayuda, un leve
sonido sale de mi boca, casi ininteligible. Empiezo a respirar con fuerza,
necesito escapar de este letargo en el que me encuentro. Por instantes pienso
que ya estoy despierto, pero compruebo por las imágenes borrosas que continuo
atrapado en la misma pesadilla. De pronto se abre el piso y caigo en un
profundo abismo. Siento en el estómago el vértigo del descenso, estiro mis
manos para tratar de sostenerme de la nada. Me desplomo pesadamente envuelto en
las sabanas empapadas por el sudor. Desde el piso observo la silueta de Béelia
oscilar rítmicamente.
Esta
temblando. Béelia se despierta sobresaltada, sigue adormilada, no alcanza a
comprender lo que está sucediendo, tarda en darse cuenta del cataclismo.
Escuchamos caer trastos en la cocina, el sonido hueco del espejo que choca
constantemente contra la pared, con un vaivén que cambia varias veces de
dirección. Ella me abraza con fuerza, siento su cuerpo desnudo pegarse al mío;
no puedo evitar pensar a pesar de lo terrible del momento, que tiene una extraña
belleza que domina mis sentidos. Me fundo en la piel de ella mientras la
escucho rezar en voz baja: “Ti mistu'
nayaase' / Cayuni laa bizi / Lubí ti ca nexhe' / cayapa ra lidxi / zápanu
biuuza' / ne zedandá xtubi / gata' guie' lu bidó' / ne cuezanu biuuza'”.
El
temblor dura segundos interminables. Al pararme para encender la luz me siento
mareado y tropiezo con la ropa tirada en el suelo. No hay luz sólo oscuridad. Un
fuerte dolor en el pecho me tira nuevamente, al tocarme, una humedad pegajosa baña
mis dedos. En mi confusión veo a Béelia que me sigue con los ojos, pero éstos
brillan siniestramente en medio de la oscuridad del cuarto. Recorro a tientas la
barraca para ver los desperfectos causados por el terremoto. Con mucho esfuerzo
abro las cortinas, la poca luz crea un efecto fantasmal. Sombras amorfas crean
un sinfín de espectros lúgubres. La luna brilla con plenitud y en la recamara
un breve gruñido me congela la sangre. Unas fauces negras terminan por abrir mi
torso desnudo. Retrocedo y no consigo gritar, el miedo me paraliza; cuando veo
mi corazón siendo devorado, aún latiendo, fuera de mi pecho.
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