miércoles, 2 de julio de 2014

Nos acompañan los muertos (no lo creo, permanecen bien guardados en gavetas)

Mi padre me dijo, una semana antes de que fallecer, en su santo juicio: “eres un buen hombre”. Fue una especie de despedida - a su modo - no lo entendí sino hasta mucho tiempo después.
Leí Nos acompañan los muertos de Rafael Pérez Gay que, junto con mi ignorancia intelectual y el recién adquirido hábito de la lectura logró, con su prosa sencilla y agradable, introducirme a su mundo. No todos tenemos historias de familia que interesen a algún despistado lector, pero si buscamos en los rincones del olvido involuntario, algunas imágenes van tomando forma dentro del cinematógrafo personal. 
Somos personas anónimas – aproximaciones bizarras de “Los Olvidados” de Buñuel o “Nosotros los pobres” de Ismael Rodríguez – quienes circulando por la ciudad ayudamos a construir las crónicas que le dan vida. Somos nómadas citadinos deambulando entre las colonias más caóticas de la capital: Guerrero, Morelos, Bondojo, Tres Estrellas, Gertrudis Sánchez y otras tantas que entran al olvido voluntario. Pero si en algún momento evolucionas a sedentario es porque tuviste la suerte de heredar, o el dinero suficiente para dar el mínimo enganche y adquirir una casa o un departamento. 
Aun así las historias se siguen almacenando entre cuatro paredes y muchas veces fuera de ellas. Sin embargo las mini ficciones detrás de las puertas son las más entretenidas, porque tienen un velo de secreto que, siendo lo suficientemente transparente, logra hacerse público. No siempre debido a las delgadas paredes, sino al chismorreo indiscreto de vecinas ociosas, quienes inclinadas sobre lavaderos comunales ponen la sal y pimienta a la vida cotidiana. Cuando las vecindades y los departamentos llegaron a formar parte del mobiliario de los barrios, se abrió una puerta para socializar e intercambiar angustias y miedos: incluyendo maridos, esposas, y algunas minucias como platos y cacerolas.
Una extraña maldición padeció a la familia, todos los patriarcas han fallecido antes de cumplir los sesenta años, espero que la segunda generación tenga la oportunidad de vivir unos años de más. No porque exista una necesidad imperiosa de permanecer en esta tierra, tampoco es un motivo de vida o muerte, es simplemente para llevarle la contra a los genes familiares.
Pertenecer a una clase social media baja te otorga el beneficio de dominar uno o varios oficios, algunos familiares y otros adquiridos en escuelas técnicas: “dentro de la salvaje costumbre de trabajar”; mis empleos si no asquerosos, más bien sucios, fueron los de ebanista y carpintero. Mi abuelo trabajaba en la fábrica de PM Steele cuando todavía los muebles se hacían de madera – antes de darnos cuenta que ya habíamos deforestado más del 70% del país –. Con ingenuidad, creo que con malicia, el abuelo heredó a mi padre y tíos: martillo, clavos, serrucho, garlopa, barniz, thinner,  mona, además del apellido. Ellos, en un divino acto de fe familiar, emulando a José y Jesús, nos enseñaron las bondades del oficio. Claro, tienes que empezar desde abajo y pagar el consabido derecho de piso, por lo tanto debes realizar los trabajos más tediosos, cansados y aburridos (incluye barrer, limpiar, hacer miles de mandados, lijar metros de madera, cargar, estibar, etcétera).
Por eso cuando digo que tengo más de cuarenta años laborando, es cierto, pues empecé como muchos niños de mi barrio, trabajando desde los siete años. El trabajo enaltece y fortalece el espíritu – ¡si cómo no! –. Lamentablemente es esos años la explotación infantil no era un tema del cual, un padre debiera estar preocupado. Por lo tanto nos inculcaron incansablemente, obligaron es la palabra, la necesidad de trabajar para desquitar lo poco que comíamos; un trabajo sin paga, claro, todo iba a la misma bolsa; es decir, según recuerdo, lo recaudado contribuía  a la economía familiar. O eso me decían, porque la mayor parte de las veces con lo único que mitigábamos el hambre era con tortillas y frijoles. Con respecto al estudio cumplimos con la obligación cívica de aprender a leer y escribir, después de haber cumplido la educación básica, primaria, todo lo demás era un acto de ridícula vanidad.
Con todo el autoritarismo que nos heredó la Dictadura Perfecta. En los sexenios de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo, hubo tres países en uno, estos son: el “Bueno”, que giraba alrededor del incrementó de la producción petrolera: la multiplicación de la red carretera, nuevos aeropuertos, dos puertos de altura vieron la luz, se inició la construcción del “Circuito Interior de la ciudad de México”, hicieron su aparición los grandes desarrollos turísticos de Cancún, Ixtapa, Los Cabos y Loreto. El gobierno rompió relaciones con España. El “Malo”, que giraba alrededor de la corrupción y el atraco a las arcas nacionales: poca inversión y escasez de circulante, fuga de capitales, bajaron las reservas internacionales, se declaró la moratoria de pagos, se nacionalizó la banca y cuadriplicamos la deuda externa. El “Feo”, que giraba alrededor de la gente: la población sufría una elevación rápida y desordenada de precios, desempleo, grandes devaluaciones, la ciudad se seguía inundando, se masacraron estudiantes y guerrilleros. Este fue el país donde alguna vez bebimos agua directamente del grifo, se acuñó el término “fayuca” y se llenó las vitrinas de las abuelas con muñecas de porcelana.
También y muy a nuestro pesar aparecieron los grandes lemas: “Las decisiones se toman en los Pinos”, “La solución somos todos” y “La paz bajo el terror”, esta última es de vox pópuli.
Empero, a pesar de todas estas grandes contradicciones nacionales, había trabajo, porque a la vez que se acrecentaba el número de pobres, una gran cantidad de burócratas hicieron su aparición en la escena pública. Muchos se hicieron ricos aprovechándose del sistema. Por cierto la ciudad de México, en la década de los 70, aumento su población de guadalupanos en dos millones. Lo interesante del dato es que desde 1980 seguimos siendo alrededor de ocho millones de chilangos. Esto quiere decir que no cabe ningún alfiler más en esta cuenca llena de agua sucia.
Si hubieran existido los Reality Show en ese tiempo, éste se llamaría “Pimp my wood”. Puesto que muchas familias de clases medias y altas tenían la costumbre de barnizar sus muebles. La mayoría eran fabricados de maderas como la caoba, la ceiba o el pino. Los comedores, sillas, salas, roperos, coquetas, cocinas y todo lo que oliera a madera se le daba un baño de barniz. Toda la ciudad era un campo fértil de madera empotrada en pisos y paredes. En ese tiempo la madera dominaba y muchos mandaban a hacer sus muebles, a la medida y de estilo europeo, para hacer notar el estatus social del cual gozaban. El tallado se realizaba a mano, una luna con aplicaciones de flores llevaba semanas terminarlo, no se diga una recamara o un secreter. 
También las cantinas, muy de boga en esos tiempos, con barras y anaqueles de caoba tuvieron que ser rescatadas del deterioro ocasionado por miles de borrachos consuetudinarios. – Al contrario de las “Pulquerías” que nunca necesitaron nuestros servicios, decían que la baba del pulque les daba la suficiente fuerza para resistir pleitos, escupitajos y juegos de rayuela –. Lo único malo es que los cantineros muchas veces no pagaban, por el sencillo hecho de que, a la menor oportunidad, mis queridos familiares vaciaban las cavas del lugar (por eso no llegaron a los sesenta años). El recién abandonado Senado de la Republica de Donceles fue, alguna vez, remodelado por nosotros, aquí no siempre podíamos avanzar como hubiésemos deseado, los salones de plenos y escritorios, aunque eran vacaciones, nunca estuvieron totalmente libres, por lo que tuvimos que realizar el trabajo por partes y a diferentes horas del día. El trabajo de un mes se alargó por otro periodo igual, no existía el término del “Reloj Legislativo”, pero bien que lo usaron para no pagarnos el tiempo extra.
Cuando participamos en la remodelación del Palacio Negro de Lecumbrerri, no sabía de la importancia histórica de este inmueble, ni que fue una obra de Porfirio Díaz, ni que fue la peor cárcel del país, no precisamente por su administración, sino porque fue símbolo de la barbarie humana, mejor dicho mexicana. Había que remozarlo y convertirlo en el flamante Archivo General de la Nación. En la madrugada tronaba el domo central y los techos acrílicos con el cual taparon las crujías: me imaginaba que eran almas en pena. Las celdas fueron revestidas de acero en su totalidad, parecían bóvedas de banco, pero alcance a ver otras sin remodelar, donde el grafiti de los presos dejaban constancia de su triste encierro: ahí me di cuenta de que, cuando estas encerrado, lo peor del ser humano sale a flote. No vale la pena transcribir nada de lo que leí. A veces vagabundeaba por los talleres y las torres de vigilancia, pero a la única área, a la cual, nunca volví fue a la enfermería; una enorme opresión se sentía en esas celdas –se percibía el miedo y la desesperación: a muerte, dicen los que saben que la mayor parte de las torturas se hacían en ese lugar–. Hoy las cárceles se llaman CERESO, siguen siendo lo mismo: el hacinamiento, tortura y corrupción no han desaparecido. Claro, nunca le llegaran a la fama del Palacio Negro. Aunque uno nunca sabe y ni quiere saber.
Durante mucho tiempo viví en la Guerrero, en la calle de Luna para ser exacto, era una enorme vecindad, donde pasé la mejor etapa de mi vida. Disfrute los programas de televisión en blanco y negro, los sábados de gloria, las grandes ferias – con todo tipo de juegos mecánicos y hasta casa de freaks (ya saben la mujer araña, quien maldecida por su madre pagaba su pecado o algo así) –, y sobre todo por las posadas, durante cada noche de los nueve días, una familia o varias se encargaban de organizar la peregrinación y el canto de villancicos, era todo un espectáculo las largas filas de peregrinos, quienes caminaban alrededor de los patios de la vivienda. Regularmente se rompían seis piñatas, no podía faltar el descalabrado, sin él o ella no había fiesta completa. Después todos tomaban el tradicional ponche mientras se repartían canastas de dulces. Los lavaderos y azoteas tenían una doble función, al igual que las riveras de los ríos, la de lavar y funcionar como parajes, donde el erotismo y la sensualidad encontraban campo fértil. No quiero decir que llegaban en un caballo y tumbaban la muchacha debajo del lavadero, pero si fueron lugares donde las deshonras familiares tuvieron su origen. Fueron buenos años, viaje en los últimos trenes, las eternas horas se soportaban gracias a las vendedoras de comida que, en cada estación, a gritos ofrecían tacos de guisados y tarros de atole o café. Los automóviles eran grandes, hechos para numerosas familias, de ocho cilindros la mayoría. Los enormes baños públicos y la costumbre dominical de tomar un vapor o turco por horas, para después terminar con una ducha de agua fría. El baño Señorial es un buen ejemplo de la bonanza de la época. Ahora la mayoría desaparecieron al igual que toda una generación que le gustaba bañarse a conciencia una sola vez a la semana.

Los muertos nos acompañan, es verdad, son una amalgama de personas, vecindades, novias, amantes, esposas, ferias, baños, balnearios y recuerdos como el de las pulquerías, donde sólo queda el recuerdo en las postales de los vendedores de Coyoacán.  Todo se ha convertido en suvenires para nostálgicos y turistas. Muertos que nos acechan dentro del imaginario de la ciudad. Pasará el tiempo para que nosotros también nos convirtamos en recuerdos para nuestros hijos, por supuesto con las imágenes concebidas, actuadas y dirigidas por ellos mismos, dentro de su propia cinematografía personal.

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