Lola
Lola
cambiaba de canales con la monotonía propia del aburrimiento, hasta que se
detuvo en la transmisión de la corrida dominical. Yo dormitaba a su lado con
los ojos entreabiertos. Durante la comida estuvo callada, apenas intercambio
algunas palabras conmigo, las cuales ahogaba dentro de una copa de vino. Había
reñido con ella un día antes y la reconciliación se vislumbraba lejana. Era un
caluroso domingo en la ciudad y las cuatro paredes de la habitación nos
sofocaban. La vi desnudarse sin pausas, pero sin abandonar el pesado letargo
que la consumía.
Un
grito salido del televisor nos regresó a la realidad. Un enorme toro saltaba la barrera aplastando todo a su paso. Mi
relación con Lola estaba rota desde hacía mucho tiempo. Las constantes
discusiones con ella habían roto el encanto de los primeros días. En las
noches, justo antes de entrar a la casa, tomaba un tiempo para respirar.
Entonces, al cruzar el umbral, un incipiente desencanto crecía dentro de mi
pecho, pero me quedaba callado para no contaminar la paz de mi paraíso artificial.
Una infinita tristeza se cerraba como fuertes barrotes en torno a mí.
Un
acercamiento a la cara del toro me congeló la sangre. El toro era basto, feo y
descompuesto, bastante grande y bajo, con las sienes estrechas, pero con unos pitones
majestuosos. Un par de afilados y retorcidos cuernos rasgaban el aire al
momento de embestir. Parecía una bestia mitológica salida de alguna fábula griega.
La
tierra temblaba cada vez que el toro embestía los riñones del caballo. El picador
trataba de mantenerlo a distancia con la sangría del primer tercio, pero la
lanza se rompió en dos pedazos y la puya fue a clavarse hasta la puerta de
toriles. Sin duda era un mal augurio, un mal presagio para el matador. Mil
plegarias se hicieron añicos junto con las imágenes sacras del altar ambulante.
Lola
se levantó de la cama, como hipnotizada, bailó lento al ritmo del fúnebre
pasodoble. Note una sonrisa sarcástica dibujándose en sus delgados labios. De
pronto mis pesadillas infantiles desfilaron enfrente de mí. Malos pensamientos
caminaron despacio entre sus piernas desnudas para perderse entre su sexo y el
brillo del televisor.
«Dos
tandas por el derecho, conduciendo el imaginario capote en línea recta, sin
violencia. Un cambio de mano, girando sobre el cuerpo para dar paso a una zurda
prodigiosa. Sin un toque fuerte, como una caricia, con la mano firme y la
templanza del matador». Enormes gotas saladas se precipitaban, suicidas, hasta
sus desnudos senos. Lola estaba llorando en silencio por la faena apabullante
que acababa de ejecutar.
“El
pitón derecho del bruto impactó en el pecho del banderillero. Falló al
acercarse mucho con el par que cerraba el segundo tercio. Fue un derrote seco y
violentísimo, que acabó con el torero inerte en la arena, fruto del fuerte
impacto al ser despedido por el astado”. El cronista gritaba entusiasmado por
la sangre derramada. El toro, como buen peleador, se fue hasta la otra esquina
para esperar la cuenta regresiva. Lola se desplomó exhausta, más bien parecía
excitada, mientras un rastro de sangre manchaba la arena del moderno coliseo.
El
último tercio y vemos al torero jugarse la vida. Impávido, contempla cómo los
pitones le rozaban los muslos, para luego desgranar una milagrosa serie de
naturales larguísimos, y dos circulares tremendos que desataron pasiones. Otra
serie a suerte contraria y los pañuelos blancos tapizaron las gradas. Las
tablas y el torero se unen para cerrar la trampa. El astado, cabizbajo, aceptó
su destino.
Tomé
valor y le dije que la dejaría. Lola sintió una oleada de sangre subiendo precipitadamente
a su cabeza. La suerte estaba echada y ella es la protagonista en esta arena
imaginaria. No entendía razones. Estaba como loca saltando de un lado para
otro. Manoteando y lanzando todo lo que se encontrara a su paso. Trato de
besarme y de abrazarme, resistí sus embates como pude. Eso la enfureció más y
redoblo su ataque con mayor vehemencia.
El
toro cayó poco después con una estocada limpia, no tardo en doblar las patas
por lo que infinidad de pañuelos blancos se agitaban en el aire. Fue demasiada
la agitación que, un extraño vendaval dejó la plaza vacía. El toro fue retirado
con arrastre lento entre los aplausos de un público invisible. La noche iluminó
de negro la plaza y nuestra recamara se quedó en la penumbra. En ese momento,
sentí en mi espalda un cuchillo, el cual atravesó lentamente mi corazón. Mis
gritos se quedaron sin aliento cuando una bocanada de sangre salió de mi boca.
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