La leyenda de la monja
Los
primeros rayos del sol recorren lentamente los patios y celdas vacías. Las
monjas rezan los maitines en el coro del templo, sin notar la ausencia de una
de ellas. La luz del alba se posa por un momento en los hábitos de una monja,
que cuelga al final de un cordel debajo del árbol más frondoso de la huerta,
arriba y a la derecha de la fuente de aguas mansas. Sor Francisca de la
Anunciación en su recorrido matinal no repara en el cuerpo iluminado, llega a
la fuente para beber de su cristalino y puro líquido. De pronto una imagen
horroriza su entendimiento, unos diminutos pies descalzos se mecen en un vaivén
macabro.
En
la mirada de la difunta se percibía la resignación de la suicida, aquella que
no alcanza el perdón ni la santa sepultura en tierra bendita. Un cruel final tejido
por el amor traicionado y en el engaño. Las monjas ayudaron a bajar el cuerpo, con
sumo cuidado la depositaron sobre las baldosas frías. Éste todavía tibio,
emanaba una sensación de desamparo, que las hacía sentir afligidas y extraviadas.
Sin poderlo evitar sus lágrimas se fueron llenando de soledad.
“Oh Virgen María, tu siempre
fuiste fiel a la voluntad de Dios, intercede por nuestros hermanos difuntos”… un
pequeño grupo de monjas reza el santo rosario en torno al huerto, ninguna se
atrevía mirar el reflejo del árbol en las aguas cristalinas de la fuente, el
miedo las tenía postradas sobre las baldosas repletas de crujientes hojas
amarillas y resbaladizas flores marchitas. Al mismo tiempo que su rezo llena
con un eco lúgubre los patios oscuros del convento, los cirios obedeciendo las
órdenes de un viento invisible se inclinaban ante ese espectáculo sombrío y lleno de
misticismo.
Una
vez más la pluma, desgastada por el uso, se hundía en el frasco de tinta negra.
La Madre Superiora, con mano temblorosa y a la luz de una sola vela, escribe en
el libro de actas del monasterio de la Limpia Concepción de Nuestra Señora: “a 9 de noviembre de 1565. Las monjas y
novicias huyen aterradas al pasar por el huerto, siempre al caer la tarde,
cuando la noche empieza a cerrarse. Manifiestan con horror, que un reflejo luminoso
las atrae a la fuente, y al asomarse ven la imagen de la religiosa María de
Alvarado, meciéndose lúgubremente bajo la sombra del árbol de durazno…”. Lo
más extraño es cuando la madre superiora llega al patio atraída por los gritos,
la espantosa visión se ha esfumado.
“…ten compasión de nuestro
hermanos difuntos, a quienes regeneraste en las aguas del bautismo”. Quinto
día, en que la paz del convento se ha roto. La madre superiora da órdenes de
guardarse en la soledad de sus celdas después del ocaso. – La vigila y los
rezos deben de acompañarlas durante la noche –, les dice, convencida de que la
fe podría ayudarlas en este momento de tribulación. Sin embargo empezaba a sentir
un miedo húmedo que le recorría lentamente la espalda.
Unos
meses antes. Doña María de Alvarado, ante el silencio del amado, llena de
languidez y tristeza, sentía caer las lágrimas de sus ojos, como las gotas de
lluvia que resbalan en los vidrios emplomados de la iglesia. Se perdía por
horas entre la torre y el tempo buscando al amante perdido. El hábito lo siente
como una mortaja, el color azul de la túnica no lograba transmitirle la paz, ni
tampoco acrecentarle su fervor religioso. Mucho menos el color blanco, símbolo
de pureza mariana, conseguía arrebatarle una emoción a su corazón
empalado. Aunque en el convento se observaba
un suave yugo religioso, el encierro claustral no hacía más que matarle
lentamente.
“…perdona a nuestros
hermanos difuntos todos los pecados que cometieron al no saber dominar su
propio cuerpo”. Noveno día. – Continúan las apariciones, parece
que esta prueba del Señor nunca va a terminar –, redacta la madre superiora en
las actas del convento. Dio órdenes de cortar el árbol de huerto, sin embargo
una fuerza invisible hacía imposible cumplir la tarea. María de Alvarado había
decidido no abandonar el convento: el huerto se convirtió en su celda, el árbol
en su protector y la pequeña fuente en su espejo.
La
madre superiora cerró el libro, sentía el latir de esa invisible arteria que
golpeaba su sien. Recordó aquel día en que cínico Arrutia se apareció en el
convento, fue ese preciso día en que María de Alvarado había tomado la decisión
de suicidarse. Nunca se percató de la nota que aquel hombre le había dado a escondidas.
Ese terrible papel lleno de palabras crueles, fue encontrado en un rincón de la
celda de la monja, estrujado, como su corazón y su cuello.
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