domingo, 13 de julio de 2014

La leyenda de la monja

Los primeros rayos del sol recorren lentamente los patios y celdas vacías. Las monjas rezan los maitines en el coro del templo, sin notar la ausencia de una de ellas. La luz del alba se posa por un momento en los hábitos de una monja, que cuelga al final de un cordel debajo del árbol más frondoso de la huerta, arriba y a la derecha de la fuente de aguas mansas. Sor Francisca de la Anunciación en su recorrido matinal no repara en el cuerpo iluminado, llega a la fuente para beber de su cristalino y puro líquido. De pronto una imagen horroriza su entendimiento, unos diminutos pies descalzos se mecen en un vaivén macabro.

En la mirada de la difunta se percibía la resignación de la suicida, aquella que no alcanza el perdón ni la santa sepultura en tierra bendita. Un cruel final tejido por el amor traicionado y en el engaño. Las monjas ayudaron a bajar el cuerpo, con sumo cuidado la depositaron sobre las baldosas frías. Éste todavía tibio, emanaba una sensación de desamparo, que las hacía sentir afligidas y extraviadas. Sin poderlo evitar sus lágrimas se fueron llenando de soledad.

“Oh Virgen María, tu siempre fuiste fiel a la voluntad de Dios, intercede por nuestros hermanos difuntos”… un pequeño grupo de monjas reza el santo rosario en torno al huerto, ninguna se atrevía mirar el reflejo del árbol en las aguas cristalinas de la fuente, el miedo las tenía postradas sobre las baldosas repletas de crujientes hojas amarillas y resbaladizas flores marchitas. Al mismo tiempo que su rezo llena con un eco lúgubre los patios oscuros del convento, los cirios obedeciendo las órdenes de un viento invisible se inclinaban ante  ese espectáculo sombrío y lleno de misticismo.

Una vez más la pluma, desgastada por el uso, se hundía en el frasco de tinta negra. La Madre Superiora, con mano temblorosa y a la luz de una sola vela, escribe en el libro de actas del monasterio de la Limpia Concepción de Nuestra Señora: “a 9 de noviembre de 1565. Las monjas y novicias huyen aterradas al pasar por el huerto, siempre al caer la tarde, cuando la noche empieza a cerrarse. Manifiestan con horror, que un reflejo luminoso las atrae a la fuente, y al asomarse ven la imagen de la religiosa María de Alvarado, meciéndose lúgubremente bajo la sombra del árbol de durazno…”. Lo más extraño es cuando la madre superiora llega al patio atraída por los gritos, la espantosa visión se ha esfumado.

“…ten compasión de nuestro hermanos difuntos, a quienes regeneraste en las aguas del bautismo”. Quinto día, en que la paz del convento se ha roto. La madre superiora da órdenes de guardarse en la soledad de sus celdas después del ocaso. – La vigila y los rezos deben de acompañarlas durante la noche –, les dice, convencida de que la fe podría ayudarlas en este momento de tribulación. Sin embargo empezaba a sentir un miedo húmedo que le recorría lentamente la espalda.

Unos meses antes. Doña María de Alvarado, ante el silencio del amado, llena de languidez y tristeza, sentía caer las lágrimas de sus ojos, como las gotas de lluvia que resbalan en los vidrios emplomados de la iglesia. Se perdía por horas entre la torre y el tempo buscando al amante perdido. El hábito lo siente como una mortaja, el color azul de la túnica no lograba transmitirle la paz, ni tampoco acrecentarle su fervor religioso. Mucho menos el color blanco, símbolo de pureza mariana, conseguía arrebatarle una emoción a su corazón empalado.  Aunque en el convento se observaba un suave yugo religioso, el encierro claustral no hacía más que matarle lentamente.

“…perdona a nuestros hermanos difuntos todos los pecados que cometieron al no saber dominar su propio cuerpo”. Noveno día. – Continúan las apariciones, parece que esta prueba del Señor nunca va a terminar –, redacta la madre superiora en las actas del convento. Dio órdenes de cortar el árbol de huerto, sin embargo una fuerza invisible hacía imposible cumplir la tarea. María de Alvarado había decidido no abandonar el convento: el huerto se convirtió en su celda, el árbol en su protector y la pequeña fuente en su espejo.


La madre superiora cerró el libro, sentía el latir de esa invisible arteria que golpeaba su sien. Recordó aquel día en que cínico Arrutia se apareció en el convento, fue ese preciso día en que María de Alvarado había tomado la decisión de suicidarse. Nunca se percató de la nota que aquel hombre le había dado a escondidas. Ese terrible papel lleno de palabras crueles, fue encontrado en un rincón de la celda de la monja, estrujado, como su corazón y su cuello.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal