Oquedades
Somos
tantos los que deambulamos por la ciudad que, en medio del tropel diario, los
tacones de aguja han empezado a perforar el pavimento. Empieza como una pequeña
oquedad de dos centímetros, pero va creciendo bajo la presión, pasos estresados,
de mujeres trabajadoras. La lluvia, pacientemente, va agradando el reducido hueco,
del tamaño de una canica, hasta convertirlo en un hondo socavón. Entonces cada
bache se va llenando de autos y de hombres no muy pacientes. La cuadrilla no
puede esperar que los sobrevivientes salgan por su propio pie, por lo que una
aplanadora los lleva hasta el fondo. Después llenan el agujero con tierra y
colocan nuevamente el pavimento. La ciudad no se puede detener, los bocinazos
los obligan a acelerar la reparación. Nuevamente la agitación de una
muchedumbre, ansiosa por llegar a tiempo, vuelve a pisar el cemento fresco para
crear una nueva e insignificante oquedad.
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