Visita a la Alameda de Santa María (con la mirada de un incipiente flâneur)
La
colonia Santa María la Ribera fue un intento fallido del lujo porfiriano, nació
con un abolengo francés que se perdió con en el tiempo, o que se exilió durante
la Revolución. Bautizada con clara botánica forestal no logro sobrevivir la
metamorfosis hacia una sociedad revolucionaria. Con la evidente decadencia del
abandono reflejado en sus miles de vecindades, espera regresar a sus épocas de
esplendor. Realmente lo dudo, Salvador
Novo identificó cómo las colonias adquieren la personalidad de sus
habitantes: “No lo sé, pero creo que en ninguna otra ciudad del mundo se
palpan, como en ésta, las almas de las gentes que la habitan por las fachadas
de las casas, por la decoración de las paredes, por la disposición de las
ventanas y las puertas, y por el aspecto, en fin, que no es sólo físico de los
barrios”. En este caso, el barrio refleja la desorientación espiritual de la
gente que lo habita. Por lo que nada ni nadie debe alterar la residencia de su
espíritu, están plenamente convencidos y lo legitiman diariamente.
Empero,
tiene un oasis en medio de este desierto de afinidades: la hermosa Alameda de
Santa María, la cual, mantiene en perfecto estado el adoquín de sus pisos. Hogar
permanente del Kiosco Morisco con una orientación arquitectónica simétrica de
andadores diagonales y rectos, que confluyen alegres hacia cada cara de la base
octagonal. Un papel arrugado forrado de plástico, sobre un frágil atril,
describe brevemente su historia:
– “… Destaca
por ser una construcción única en su tipo en la ciudad, su estilo morisco con
decoraciones geométricas llaman la atención y hasta se le relaciona con
aspectos astrológicos y mágicos debido a su planta octagonal y sus decoraciones
geométricas” –
La
Alameda está rodeada con el espíritu de escritores, poetas, políticos, pintores
y ensayistas de la Academia Nacional de
San Carlos, o por lo menos con sus ilustres nombres. Es de llamar la
atención la cúpula coronada con el águila de bronce porfiriana. Me demuestra
una vez más que Porfirio Díaz, dejando
a un lado los odios ancestrales, inmortalizo con bombo y platillo su presencia en
el primer cuadro de la ciudad. Muchos mexicanos esperábamos que sucediera lo
mismo con el bicentenario de la independencia, pero sólo obtuvimos un
monumento, entregado a destiempo, arropado en el despilfarro inútil de una
titubeante administración federal.
El Kiosco
no ha perdido su brillo, éste ha sido respetado por el grafiti y el vandalismo.
El color rojo del monumento resplandece aún con el clima nublado, tres de las
cuatro fuentes dan fe de su grandeza: cortinas de agua con movimientos
ondulantes, suaves y fluidos nos evocan por momentos a la reflexión. Una
muralla de árboles protege de la vista lejana los arcos y columnas centenarias.
Hay que acercarse para admirar por fuera y después por dentro la cúpula
acristalada del coloso. El piso de madera sirve para aislar las malas vibras
del entorno, puedo levantar los brazos, aspirar el aire de la Alameda y
llenarme de un momento astrológico y mágico. Lo único que recibo son los rayos
del sol a través de la cúpula de cristal. Mas el intento de conectarme al
entorno se rompe: un grupo de jóvenes ensaya una obra de teatro, emulan a los
gritones de la lotería nacional, (es una tradición que no se rompe a pesar del
tiempo). El ladrar de decenas de perros llenan el ambiente, éstos son llevados
a los módulos de vacunación. Oxidados cubos metálicos que bien podrían estar
alojados en otro lugar, pero no, incluso puede ser parte de un mural bizarro: “Sueño de una tarde dominical en la Alameda” donde Diego
Rivera, hubiese podido pintar una especie de lucha de clases, cuyos modelos
fueran caprichosas formas de hierro.
Desde el
Kiosco Morisco se tiene una vista completa del parque, se domina cada punto
cardinal y como muchos parques de la ciudad, una fauna de vendedores ha tomados
sus andadores. No podía faltar el infaltable juego inflable, los carritos
eléctricos, el camioncito (no creo que realice los antiguos circuitos Roma – Mérida),
por lo menos están a salvo de una asalto a mano armada arriba de la unidad.
Están las carpas, donde se ofrecen las tradicionales manualidades de pintura,
tejido y bordado. Pero la que llamo mi atención es la construcción de barcos de
madera, me parece una actividad genial, a la cual ya me impuse regresar un día,
sólo se necesita madera y algunas gubias; no es necesario tener un astillero ni
botarlo al mar cuando esté terminado. Claro y si me porto bien, podría pasar a
pintarme unos bigotes de gato feliz. No pueden ni deben faltar los carritos de
chicharrones, son una parte fundamental del mobiliario gastronómico de cada
plaza: mitigan el hambre de los asistentes fortuitos o asiduos a los
espectáculos callejeros ofrecidos en este sitio. Falto el globero, tal vez era
muy temprano, más tarde y con una mayor población infantil deberá de aparecer
en escena.
Mi
primera impresión del Kiosco fue la un gigantesco carrusel, tiene la pinta: “Una imagen pura de la joie de vivre dominical en mangas de camisa puede encontrarse en
las pinturas de Renoir: sátiros de fin de semana bailan y hacen guiños; el ocio
adquiere un toque bohemio”, sí, es una frase de Philip Lopate, lo siento, es añoranza, signos de una vejez
prematura o síntomas de la andropausia por lo que – según un amigo en
confidencias reflexivas derivadas del tequila – tengo una visión romántica del
pasado, tal vez tenga razón. Existen colonias que reflejan es sus parques el estado
de ánimo de sus habitantes. Lamentablemente el desánimo de mis vecinos, desde
hace un siglo, sigue atrapado dentro de sus vecindades y casas abandonadas de
la antigua Santa María la Ribera, y de su ilustre habitante de metal.
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