lunes, 18 de febrero de 2019

Canción de cuna

Durante muchos años escuché lastimeras voces infantiles. Escuché gritos de sangre llamándome desde los estrechos corredores de la casa. Fue entonces que cultivé un enorme miedo a lo desconocido, lo suficiente para ocultarme en una sorda hostilidad durante mi caótica adolescencia. Aunque siempre seguí, sin aparente vocación, las liturgias nocturnas impuestas por mi madre. Sume una buena dosis de amargura en el ámbito secreto de mis fantasmagóricas enseñanzas. Guardé mi insatisfacción en oscuras gavetas por no tener una verdadera proclividad al mal. Aunque mi madre siempre me guió con voluntad oculta y taimada. Mi hermano no tuvo la misma atención debido a su condición de hombre. No recibió caricia alguna ni el doloroso placer del abrazo materno, pues mi madre cada noche me acunaba para que me durmiera mientras me cantaba en voz baja la misma canción de cuna.
Cada uno esos los versos, como despojos silenciosos, se grabaron intrusos en mis oídos. Cada uno permaneció imperceptible como una enfermedad persistentemente opresiva. Se convirtieron en ahogados recuerdos que permanecen perpetuos como brotes de mala hierba. Los cuales quedaron adheridos como fragmentos de una pesadilla. Mi madre guardaba un luto perpetuo. Siempre vestida de sombras por la rememoración obsesiva del esposo e hijo muertos. Sus ojos parecían expresar dolor, un terrible dolor, y, sin embargo, de cuando en cuando, estallaba en un grito de júbilo. Luego regresaba a su habitual frialdad para pasearse sonambula por los pasillos de la casa que aún conservaba los restos de la antigua opulencia de otros tiempos.
Mis muñecas solían acompañarme en las soledades de mi infancia. Evitaba la realidad imaginando cosas irreales. Escapando de la mirada maternal como heroína satinada de blanco. A veces desnuda. Siempre acompañada. Siempre instruida. Nuestra relación madre e hija era producto de la repetición y el hábito. Durante los paseos diurnos la seguía con la frágil docilidad de un maniquís. Mi madre miraba de reojo mi capitulación y yo la acepté la infelicidad con obstinada melancolía. Había perfeccionado esa claudicación como sombra embrujada. Me convertí en una adolescente un poco siniestra, rara y preciosa, pero siniestra. Cada día el parecido con mi madre fue en aumento, y, de pronto, entendí el oscuro proceso que terminaría por consumirme irreversiblemente. Comprendí la naturaleza de mi vida y vi mi drama en todo su horror. 
A la muerte de mi madre busqué, con mi cara pálida y ojos tristes, un marido. Me casé con un apocado solitario en un impulso de irresistible fecundidad. Lo intoxiqué con mis miedos. Llené su alma con amenazadores improbables hasta convertirlo en un ser igual a mi padre. Procreamos un hijo y una hija. Repetí la fragmentaria rutina grabada en mi memoria. Recreé la ceremonia aprendida y fue cuando mi esposo despertó del sueño. Se convirtió en un guiñapo aterrorizado de mirada alucinada. La primera herida pareció una tenue cicatriz en su piel albugínea. Recordaba que algo similar había sucedido muchos años atrás. Cada detalle había estado hibernando en mi mente y hasta ese momento estaba recobrando su sitio exacto. 
La delicada oquedad de las sombras materializó el sacrificio. Mi pequeño dejó un profundo hueco en la almohada, entonces sucedió el milagro, y me sumergí en un delirante y frenético espasmo. Entonces el alma de mi madre ocupó mi cuerpo. Ella me envió a las sombras para seguir viviendo generación tras generación. Finalmente, me fueron revelados los misterios en la agonía. Mi hija estaba destinada al mismo destino. Mientras me alejaba, entre sonámbula y dormida, observé como decenas de mujeres salieron de la oscuridad con una sonrisa maquiavélicamente idéntica. Todas ellas canturreando en un asonante coro mi vieja canción de cuna. 
Los niños deambulan mudos
más pequeños e ingrávidos
con sus cuerpos mutilados
y sus corazones encendidos.

Nunca a ti llegara el desamparo
ni el atemorizante miedo
guarda tus temores infundados
pues gozaras de un mundo eterno.

Escucha ajena los gemidos
que el viento ha recogido
por la bendición del cuchillo
y de almas que ha desprendido.

Niños de sangrante destino
que su alma han perdido
siguen caminando sin sentido
atemorizando el sueño a recién nacidos.

2 Comentarios:

A la/s 13 de diciembre de 2020, 3:27 p.m., Blogger Anastasia dijo...

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

 
A la/s 13 de diciembre de 2020, 4:14 p.m., Blogger Héctor Núñez dijo...

De todo un poco, como en botica, las mejores historias y poemas nacen de pensamientos oscuros, vidas rotas, corazones estrujados y de uno que otro amor imposible.

 

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal