Melquiades
Melquiades nunca poseyó una
sonrisa fácil, pero tuvo la palabra ligera y llena de ironía, que con tintes
festivos más que filosóficos arrancó el aplauso gentil de ustedes; mientras
otros, arropados en el anonimato de la muchedumbre, lanzaron obscenidades. Incluso,
dado el caso, arrojaron decenas de piedras; ¡llenas de puntería!
— Era un merolico de épocas
antiguas: ¡atrás de raya joven y le regreso la cartera!
— Era un charlatán, pero ¿quién
no lo fue alguna vez en esta anquilosada ciudad?
Melquiades era humilde y pobre, quien
tuvo la suerte de alquilar un miserable cuarto de vecindad. Cuatro paredes
carcomidas por el salitre y el abandono, las cuales guardaban un hechizo que
sólo él pudo descifrar. Entonces, dejó el antiguo oficio, perfeccionó el nuevo
durante días enteros. Luego salió a las calles a vender: ¡el secreto de la vida
eterna!
— Melquiades incluso revivió
muertos, luego muchos de ellos terminaron como zombies: “No se aceptan
devoluciones”. Escribió en un cartón y lo puso en la puerta.
Borracho de soberbia intentó
reanimar un peluche. Pero no cambió la formula, utilizó las mismas palabras aprendidas
y entonadas en voz alta. Después de un rato, el animal o la cosa o lo que sea,
empezó a aullar como alma en pena y, con colmillos pintados mordió a cuanta
persona cruzó por el camino.
Melquiades por fin logró someter al
perro de borra, sin embargo no pudo revertir la maldición (pues no sabía cómo
hacerlo). Por más que intento e intento e intento. Dándose por vencido; el
merolico, el charlatán, el revividor y el reanimador, optaron por lo más
sencillo: cambiar de oficio. Uno más a la larga lista, por lo que si alguno de
ustedes quiere llamar a nuestro servicio de seguridad, les aseguramos que todos
sus peluches en guardaespaldas se convertirán.
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