miércoles, 24 de junio de 2015

Lola, mi madre y yo



No pude contener las lágrimas al mirar los ojos de mi madre, tenía la tristeza acumulada en esa mirada desgastada por los años. La acerqué a mi pecho y la acurruqué entre mis brazos, tal y como ella alguna vez lo hizo conmigo. En sus pupilas se estaba asomando la muerte y me asusté como cuando era niña. Esa niña llorona que mojó la cama hasta los doce años. Esa niña que vivió asustada por los susurros fantasmales en las noches lluviosas. Esa niña que en algún momento de su vida tomó plena conciencia de sus gustos y amores. Mi madre fue una mujer muy fuerte y me dolió verla vencida por la ciática y la presión alta. Pero, ella no lo tomó como una fatalidad pues la fatalidad hubiera sido no aceptar la vejez con todo y sus achaques. 

Mi madre me miró directamente a los ojos. Puso en mis manos su testamento y se fue a la cocina a preparar el desayuno. Por primera vez no arrastró los pies, me había transferido un enorme peso mientras ella aligeraba el suyo. Cuando tomábamos el café, ella no dejó de mirarme y yo noté su semblante cansado. Me platicó los problemas maritales de mis hermanas como si fueran nuevos. Nunca preguntaba por Lola y eso me dolía. Durante la sobremesa la escuché con atención, no quise interrumpirla porque, sin darme cuenta, me dio instrucciones para repartir sus pocos bienes. Noté en sus ojos el orgullo por dejarnos un pequeño patrimonio, una casa donde los recuerdos vivían en las grietas calizas de las paredes, muchos de ellos atesorados durante toda una vida.

Lola cambiaba de canales con la monotonía propia del aburrimiento, pero se detuvo en la transmisión de la corrida dominical. Yo dormitaba a su lado con los ojos entreabiertos. Durante la cena estuvo callada, apenas intercambio algunas palabras conmigo, las cuales ahogaba dentro de una copa de vino. Había reñido con ella un día antes y la reconciliación se vislumbraba lejana. Era un caluroso domingo en la ciudad y las cuatro paredes de la habitación nos sofocaban. La vi desnudarse sin pausas, con la sensualidad de sentirse admirada, pero sin abandonar el pesado letargo que la consumía. Un grito salido del televisor nos regresó a la realidad. Un enorme toro saltaba la barrera hasta llegar al primer tendido aplastando todo bajo su descomunal peso.

«El toro de lidia sabe que va a morir dentro de un ruedo. Está dispuesto a entablar una pelea desigual. Salta a la arena con el peso de las miradas ávidas de muerte. Trataran de doblegarlo con la puya, las banderillas, el capote y la espada. Sin embargo, el Minotauro seguirá en pie hasta la última estocada». Con estas palabras inició la transmisión, un poco atropellada por la furiosa salida del toro de la puerta de toriles.

Mi relación con Lola estaba rota desde hacía mucho tiempo. Las constantes discusiones con ella habían resquebrajado todos los puentes para una vida juntas. En las noches, justo antes de entrar a la casa, tomaba un tiempo para respirar. Entonces, al cruzar el umbral, un incipiente desencanto crecía dentro de mi pecho, pero me quedaba callada para continuar manteniendo una farsa prolongada. Posiblemente si estaba consciente de las razones. Había sido una batalla muy dura por salirme de mi casa para vivir con una mujer. Sin lugar a dudas, algo nuevo en la familia. Estaba tan asustada por el miedo a los reproches de mi madre que, una infinita tristeza se cerraba como fuertes barrotes en torno a mí. Últimamente había soñado que estaba presa en una prisión imaginaria dentro de una ciudad imaginaria. Donde la única salida estaba atiborrada de trebejos y muebles inservibles. 

Todas mis relaciones terminaban igual, ahogadas en el aburrimiento cotidiano, la espontaneidad de los primeros días duraban mientras las caricias fueran nuevas y el entusiasmo de la nueva conquista me mantenía febrilmente enamorada por un tiempo. Lola era una mujer celosa y posesiva conmigo. Durante todo el día me acosaba con llamadas. Las cuales fueron subiendo de frecuencia en el momento que deje de contestarlas. Cuando ella empezó a faltar a la casa, comprendí que el final llegaría pronto. Por lo que la angustia del rompimiento se transmutaba en un bálsamo de alivio. Mis noches volverían a ser mías. No más lágrimas sofocadas debajo de la almohada. 

Un acercamiento al toro me congeló la sangre. Era la misma mirada furiosa de Lola. El toro era basto, feo y descompuesto, bastante grande y bajo, con las sienes estrechas, pero sus pitones eran majestuosos, un par de afilados y retorcidos cuernos rasgaban el aire al momento de embestir. Parecía una bestia mitológica salida de alguna fábula griega. Temblada la tierra cada vez que embestía los riñones del caballo. El picador trataba de mantenerlo a distancia con la sangría del primer tercio, pero la lanza se rompió en dos pedazos y la puya salió disparada hasta el burladero. Sin duda era un mal augurio, un mal presagio para el matador. Era como si las mil plegarias se hubieran hecho añicos junto con las imágenes sacras de la capilla de la plaza.
Lola se levantó de la cama, como hipnotizada, bailó lento al ritmo fúnebre del pasodoble. “Dos tandas por el derecho, conduciendo el imaginario capote en línea recta, sin violencia. Un cambio de mano, girando sobre el cuerpo para dar paso a una zurda prodigiosa. Sin un toque fuerte, como una caricia, con la mano firme y la templanza del matador”. Fue una faena recitada en voz alta, mientras enormes gotas saladas se precipitaban, suicidas, hasta sus desnudos senos. Estaba llorando en silencio por la faena apabullante que acababa de ejecutar. Note una sonrisa sarcástica dibujándose en sus delgados labios. De pronto mis pesadillas infantiles desfilaron enfrente de mí. Caminaron despacio entre las piernas desnudas de Lola para perderse entre su sexo y el brillo del televisor. Me quede paralizada, entonces supe que debí haber huido en ese preciso momento sin mirar hacia atrás.
Lola siempre conseguía los mejores lugares en el primer tendido de sombra. Muy cerca de la puerta de toriles hasta donde llegaba el olor de las bestias cretenses. No podía evitar excitarse por la vista de aquellos astados. Era una moderna Pasifae buscando la pasión en la muerte. Ella sabía que yo sabía que me engañaba. Nuestros encuentros sexuales de pronto se convirtieron en actos mecánicos, donde los orgasmos fingidos eran más dolorosos que el engaño. 

Habíamos cumplido un año de vivir juntas. Dos mundos diferentes tratando de acoplarse. Yo vegetariana, ella no tanto. Ella vivía las historias de terror en las cuales un cuchillo tenía el papel principal. Yo soñaba las historias donde las parejas vivían felices para siempre. Ella provocaba los incendios y caminaba sobre las brasas con una sonrisa de fuego. Yo buscaba la tarde romántica en la que ambas termináramos dormidas en un largo abrazo. Ambas, desfallecidas y desnudas, nos colmaban los besos prodigados hasta el insomnio. Sin embargo, todo se estaba terminando. Los planes de una nueva vida fueron perforados por una puya sin cruceta; la cual, sin piedad, reventó la piel, el músculo y el corazón.

«El pitón derecho del bruto impactó en el pecho del banderillero. Falló al acercarse mucho con el par que cerraba el tercio. Fue un derrote seco y violentísimo, que acabó con el torero inerte en la arena, fruto del fuerte impacto al ser despedido por el astado». El cronista describió la cornada con goce de lujuria. El toro, como buen peleador, se fue hasta la otra esquina para esperar la cuenta regresiva. Lola no pudo evitar gritar entusiasmada, mientras un rastro de sangre manchaba la arena del moderno coliseo. 

Cerré los ojos por unos momentos y vi a mi madre agitando un pañuelo blanco. Estaba radiante con un vestido negro y una enorme pamela la protegía del sol. En la arena estaba Lola con un deslumbrante traje de luces. Me lanzó la montera y me dedicó la corrida. Trate de enviarle un beso, pero me quede petrificada. El toro la embistió con brutalidad, dejó su cuerpo desmadejado entre los aplausos del respetable. Abrí los ojos en el preciso momento en que iniciaba el último tercio de la lidia. El matador, impávido, contempló cómo los pitones le rozaban los muslos, seguido de media tonelada de furia. Sin embargo, dueño de un temple suicida, desgranaba una milagrosa serie de naturales larguísimos, y dos circulares tremendos que desataron pasiones. Otra serie a suerte contraria y los pañuelos blancos tapizaron las gradas. Las tablas y el torero se unieron para cerrar la trampa. El astado, cabizbajo, aceptó su destino.

Malos presagios flotaban en el ambiente, mis sentidos parecían embotados por el bochorno primaveral. Estaba inquieta por algo que no alcanzaba a comprender del todo. Recordé la plática con mi madre y la bendición de su mano delgada y marchita. Contuve de nuevo las lágrimas, no quería darle motivos a Lola para una nueva escena. Trate de concentrarme en mis palabras. Cuando salieron de mi boca no las pude detener, se clavaron como un par de envenenadas banderillas en el bellísimo cuerpo de Lola. 

Lola sintió una oleada de sangre subiendo de los pies a su cabeza. La suerte estaba echada y ella tomaba el lugar del matador en esta plaza imaginaria. Tomé valor y le grité que la dejaría. No entendió mis razones, como loca saltaba de un lado para otro. Manoteando y lanzando todo lo que se encontrara a su paso. Trato de besarme y de abrazarme, resistí sus embates como pude. Eso la enfureció más y redoblo su ataque con mayor vehemencia. En esos momentos, mi hermana tocó la puerta. Ella también sonaba enloquecida. Alcance a escuchar que mi madre había muerto. Luego del desconcierto inicial, sentí en mi espalda un cuchillo; el cual atravesó lentamente mi corazón. Mis gritos se quedaron sin aliento cuando una bocanada de sangre salió de mi boca.

El toro cayó poco después con una estocada limpia, no tardo en doblar las patas por lo que infinidad de pañuelos se agitaban en el aire. Fue demasiado el bullicio que, un extraño vendaval dejó la plaza vacía. El toro quedó en medio de la arena. Entonces, mi madre ordenó dos toques de clarín; luego agitó, con movimientos pausados, dos pañuelos blancos. El toro fue retirado con arrastre lento entre los aplausos de un público invisible. La noche iluminó de negro la plaza y nuestra recámara se quedó en la penumbra. Mi madre estaba sentada a mi lado. Sus ojos me miraban con tristeza. Por fin comprendí el dolor que la embargaba, esa mirada desgarradora y tristísima, era por mí.

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