sábado, 13 de septiembre de 2014

La criada

Sentía una atracción extraña por mi criada, posiblemente era por el encanto de gata en celo que trasmitía al caminar. Ella trabajaba de forma silenciosa y taciturna, parecía un fantasma que, cada que podía, me guiñaba miradas furtivas a espaldas de mi esposa. Sacudía y barría haciendo mutis cuando descubría pedacitos de sexo regados en la alcoba. Recuerdo que era una noche estival, en la cual, yo subí a su cuarto y la tomé del contorno de su delgada cintura, ella se estremeció y dejó que, incapaz de rebelarse, mis manos levantaran su falda. Luego, arranqué, desesperado, su calzoncillo triste y sencillo. Entonces, la penetré con fuerza, dejé que sus gritos dieran consuelo a la virginidad perdida. Un hilo de sangre recorrió sus piernas, mientras su vagina se estremecía al vaivén de mis apresuradas arremetidas, pero tan profundas que, una línea roja fluía sin parar. Finalmente, eyaculé copiosamente. Ella ya no gritaba, sus ojos estaban desorbitados a causa del dolor. Apenas me estaba reponiendo cuando su semblante tuvo un cambio monstruoso. Empezó a reír con locura. Me miró con ojos extraviados y macilentos. De un tajo arrancó mi pene, apenas flácido, aún lleno de semen y sangre. Se lo llevó a la boca y empezó a mordisquearlo con placer lascivo. Con las uñas escribió frases obscenas en mi cuerpo, «tal pareciera que estuviese utilizando un pirógrafo». Algunos trazos eran delicados y femeninos, otros, en cambio, eran recios y grotescos. Traté de gritar pero de mi boca sólo salían silenciosos quejidos; no podía moverme. Ella empezó a pegarse a mi tatuado cuerpo, tan cerca que podía besar su boca. La húmeda de su piel me estaba absorbiendo lentamente, sus ojos destilaban gozo. Cuando amaneció, la criada se estaba bañando, notó las nuevas redondeces en su cuerpo. No recordaba nada, simplemente se sentía llena y satisfecha. Bajó para preparar el desayuno y encontró a la señora de la casa preocupada; el marido no había llegado en toda la noche.

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