Un viaje imaginario en tren
A lo
lejos, escuché los ecos de mi infancia, llegaron acompañados con el traqueteo ensordecido
de la locomotora, fue entonces cuando el maquinista anunció su llegada. Estoy corriendo
al compás de las campanadas de las nueve, sintiendo la sonrisa burlona de los
relojes que no dejaron de mirar mi acongojado semblante. Tenía que abordar ese
tren, el último de la noche. Las calles gibosas poco ayudaron en mi marcha,
incluso, salté las oquedades dispuestas a tragarme. Compré el último boleto
para cualquier lado, porque cualquier lado es mejor que ninguno. Entré a la
estación, dispuesto a vivir una aventura.
Abordé
el último vagón con la certeza de viajar más allá de la razón. La locomotora era
de vapor, con fogonero incluido, pintada de amarillo ocre, incluso los vagones tenían los tonos dorados del sol. Arrullado
por la somnolencia vibratoria de las vías, me sumergí en el sopor caluroso del
equinoccio de septiembre. Miré la noche estrellada —estrellas luminosas saltaban
una luna creciente, la cual me sonrió desde el cielo—. Un viejo guardagujas
agitó la linterna para indicar al maquinista que debía emprender la marcha. La luz
intermitente rompió el silencio de la noche.
El
tren transitó entre valles, desiertos, montañas y cualquier otro lugar quebrado
del mundo. Cuando entramos a las poblaciones, escuché el zumbido del aire inflamado
por el murmullo de conversaciones intrascendentes. Noctámbulos, consumidores de
café, nos saludaron desde las terrazas, insomnes. Un silbido estridente anunció
la llegada a la siguiente intersección; asustados, negros presagios levantaron
el vuelo, dejando los campos de trigo desolados; mientras tanto, en los
jardines, un poeta declamaba, ardoroso, su pasión enfermiza a la esquiva amada.
Él pintaba girasoles ambarinos en su delirio.
El
tiempo discurrió dentro de mi ánimo, pero a medida en que la noche llegaba a su
fin, un solitario pincel dibujaba afanosamente paisajes azules y amarillos, por
tal motivo los tonos grises se fueron ocultando, tímidos, en el fondo. El otoño irrumpió con sus miles de hojas, cayendo
dentro del vagón y tapizando el piso con su crujiente eco. Cerré los ojos. Todos
los paisajes desaparecieron, uno a uno se fueron desvaneciendo. El viento golpeó
mi cara, al mismo tiempo caí de bruces en la acera. La última campanada sonó a
través de las calles vacías, el reloj de la estación marcó el fin de las nueve.
El tren se alejó, dejando a mi alma disolviéndose en la oscuridad.
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