domingo, 7 de septiembre de 2014

Un viaje imaginario en tren

A lo lejos, escuché los ecos de mi infancia, llegaron acompañados con el traqueteo ensordecido de la locomotora, fue entonces cuando el maquinista anunció su llegada. Estoy corriendo al compás de las campanadas de las nueve, sintiendo la sonrisa burlona de los relojes que no dejaron de mirar mi acongojado semblante. Tenía que abordar ese tren, el último de la noche. Las calles gibosas poco ayudaron en mi marcha, incluso, salté las oquedades dispuestas a tragarme. Compré el último boleto para cualquier lado, porque cualquier lado es mejor que ninguno. Entré a la estación, dispuesto a vivir una aventura.

Abordé el último vagón con la certeza de viajar más allá de la razón. La locomotora era de vapor, con fogonero incluido, pintada de amarillo ocre, incluso  los vagones tenían los tonos dorados del sol. Arrullado por la somnolencia vibratoria de las vías, me sumergí en el sopor caluroso del equinoccio de septiembre. Miré la noche estrellada —estrellas luminosas saltaban una luna creciente, la cual me sonrió desde el cielo—. Un viejo guardagujas agitó la linterna para indicar al maquinista que debía emprender la marcha. La luz intermitente rompió el silencio de la noche.

El tren transitó entre valles, desiertos, montañas y cualquier otro lugar quebrado del mundo. Cuando entramos a las poblaciones, escuché el zumbido del aire inflamado por el murmullo de conversaciones intrascendentes. Noctámbulos, consumidores de café, nos saludaron desde las terrazas, insomnes. Un silbido estridente anunció la llegada a la siguiente intersección; asustados, negros presagios levantaron el vuelo, dejando los campos de trigo desolados; mientras tanto, en los jardines, un poeta declamaba, ardoroso, su pasión enfermiza a la esquiva amada. Él pintaba girasoles ambarinos en su delirio.

El tiempo discurrió dentro de mi ánimo, pero a medida en que la noche llegaba a su fin, un solitario pincel dibujaba afanosamente paisajes azules y amarillos, por tal motivo los tonos grises se fueron ocultando, tímidos, en el fondo.  El otoño irrumpió con sus miles de hojas, cayendo dentro del vagón y tapizando el piso con su crujiente eco. Cerré los ojos. Todos los paisajes desaparecieron, uno a uno se fueron desvaneciendo. El viento golpeó mi cara, al mismo tiempo caí de bruces en la acera. La última campanada sonó a través de las calles vacías, el reloj de la estación marcó el fin de las nueve. El tren se alejó, dejando a mi alma disolviéndose en la oscuridad.

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