Calabaza en tacha
La
casa huele a piloncillo y canela producto de los vapores del primer hervor. Me
gusta presenciar el ocaso otoñal, el cual, aviva el amarillo castizo de la
calabaza recién rebanada que, se despepita cruda en la profundidad de la olla
despostillada. Aún con el cuchillo en la mano, me declaro listo para
empalagarme hasta el hartazgo del dulce colonial. Observo de reojo a mis
amigos, quienes esperan cerca de la estufa para disipar temores y ansiedad.
Entre los ruidos vocales, las risas legítimas y el zumbido agudo de las cacerolas,
me doy cuenta de un sonido cristalino que propaga el cráneo artesanal. No creo
en fantasmas pero si cuento con una imaginación desbordada —que la mayor parte
de las veces, la atribuyo a la alta ingesta de tachas adulteradas—. Pero el
ruido, casi imperceptible, proviene del rechinido de los dientes esmaltados. El
cráneo, con evidente descaro, cierra un ojo floreado a la vez que, manos
invisibles enceran un bigote bien delineado. Mientras tanto, el dulce de la
calabaza reposa a fuego lento, mientras la tacha y la melera en las crónicas
aparecen como viejas calderas. Siento que la muerte llega, este año, con un
gran sentido del humor, pues un catrín de talavera pide probar la calabaza antes
de que el día muera.
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