lunes, 20 de octubre de 2014

Calabaza en tacha

La casa huele a piloncillo y canela producto de los vapores del primer hervor. Me gusta presenciar el ocaso otoñal, el cual, aviva el amarillo castizo de la calabaza recién rebanada que, se despepita cruda en la profundidad de la olla despostillada. Aún con el cuchillo en la mano, me declaro listo para empalagarme hasta el hartazgo del dulce colonial. Observo de reojo a mis amigos, quienes esperan cerca de la estufa para disipar temores y ansiedad. Entre los ruidos vocales, las risas legítimas y el zumbido agudo de las cacerolas, me doy cuenta de un sonido cristalino que propaga el cráneo artesanal. No creo en fantasmas pero si cuento con una imaginación desbordada —que la mayor parte de las veces, la atribuyo a la alta ingesta de tachas adulteradas—. Pero el ruido, casi imperceptible, proviene del rechinido de los dientes esmaltados. El cráneo, con evidente descaro, cierra un ojo floreado a la vez que, manos invisibles enceran un bigote bien delineado. Mientras tanto, el dulce de la calabaza reposa a fuego lento, mientras la tacha y la melera en las crónicas aparecen como viejas calderas. Siento que la muerte llega, este año, con un gran sentido del humor, pues un catrín de talavera pide probar la calabaza antes de que el día muera.

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