Regreso a la Hoya de las Brujas
Maldita la tierra donde los pensamientos muertos
viven reencarnados en una existencia nueva y singular,
y maldita el alma que no habita ningún cerebro.
H. P. Lovecraft:
El ceremonial
Thomas
Potter había ahorrado durante mucho tiempo para su viaje a la Hoya de las
Brujas. Lo único que conocía de ese lugar, era que sus abuelos y padre habían escapado
precipitadamente y siempre ocultaron las razones de su misteriosa huida. Andrew,
en sus últimos días, le entrego unas extrañas piedras, talladas
rudimentariamente, en forma de estrella de cinco picos, las cuales tenían
grabados signos indescriptibles de una escritura tan antigua como la tierra. No
preguntó nada, por una extraña razón sabía que algún día las necesitaría, pues
en el momento de tocarlas su padre lanzo el fatal suspiro.
Thomas
tenía poco tiempo de casado y por casualidades del destino no había podido
tener descendencia. Hubiera sido tan feliz con un pequeño entre sus brazos. Pero
el cariño que le tenía a Anna era mucho más poderoso y por lo mismo adoptó a dos
gatos; uno negro como la noche y con unos ojos que reflejaban un profundo
abismo cuando los mirabas, y el otro blanco como la estela de un cometa pero poseía
una mirada apagada que traspasaba el alma.
—Lléveme
a la Hoya de las Brujas, ordenó Thomas a un conductor amodorrado por el
terrible calor que caía como plomo derretido en Arkham.
—¿Está
seguro?, no hay nada que ver en ese lugar, solo las ruinas de una casa leprosa que
no termina de quemarse.
El
coche aceleró dejando atrás una ciudad congelada en el tiempo. Tomaron hacia
las colinas boscosas del poniente, pero el chofer no quiso adentrarse más en
esa región cubierta por una maleza selvática, por lo que dejó a los Potter en
la desviación que separaba la carretera del valle. Anna llevaba a los dos gatos
en un contenedor, parecían asustados, tenían el pelo erizado y lanzaban dolorosos
maullidos. Thomas recibió, al tratar de calmarlos, un arañazo profundo y
grandes gotas de sangre cayeron como estrellas fugaces en la frondosa
vegetación. Mientras en el cielo, una palpitante nube, de un sucio tinte ocre,
amenazaba con dejar caer una lluvia torrencial.
—Deberíamos
regresar a la ciudad, sugirió Anna con el miedo brillando en los ojos,
sintiendo una desconocida frialdad física que le helaba la sangre y el corazón.
—¡No
podemos!, estamos tan cerca de encontramos con mi pasado, comentó Thomas con la
mirada puesta en la ligera línea de humo que se alzaba detrás de los arboleda.
Caminaron
por una vereda viejísima, oculta por las ramas deformadas de árboles
malignamente encorvados. Thomas no pudo ocultar su emoción, la casa, inhabitada
y despedazada, era igual a la de sus caóticos sueños, pesadillas que lo
atormentaban todas las noches desde que su papá murió y decidió hundir en un
profundo pozo las piedras grabadas con el Sello de R’lyeh. Él convirtió en un
nicho sepulcral aquella oquedad funeraria y la selló con palabras desconocidas
que eran dictadas, telepáticamente, por un lejano Dios Primordial.
Thomas
nunca compartió con Anna ninguna de sus pesadillas ni cuando empezó a investigar
las extrañas historias relacionadas con el Necronomicon,
escrito por el árabe Abdul Alhazred. Ni
tampoco el día en que había localizado el vetusto libro, escrito en latín gótico,
el cual permaneció perdido en una librería de viejo, oculto entre libros
polvosos de magia negra. En la solapa tenía grabado con fuego la siguiente
inscripción: “Eram quod es, eris quod
sum”. Mucho menos cuando lo empezó a leer y ante sus asombrados ojos
aparecían cosas sacrílegas y todos los malignos secretos sumergidos en lugares
remotos y alejados de la tierra.
Entraron
a la casa ruinosa y a pesar del tiempo conservaba los postigos en las ventanas
y el tejado abuhardillado. En la habitación permanecía, muda, una antigua
lámpara de petróleo, encima de una mesa desvencijada y cuatro sillas en
completo estado de deterioro. Dejaron salir a los gatos, los cuales corrieron a
esconderse en un oscuro rincón. Cuando cayó el crepúsculo, todo se convirtió en
silencio. Solo escuchaban el susurro de los árboles moviéndose malévolamente
con un viento inexistente.
Thomas
esperó un segundo, abrió el Necronomicon con violencia y empezó a recitar el
siguiente conjuro:
¡EZPHARES, OLYARAM, IRION-ESYTION,
ERYOMA, OREA, ORASYM, MOZIM!
Con estas palabras y en el nombre de
Yog-Sothoth que es vuestro dueño, hago mi más poderosa invocación y os llamo.
¡Oh poderoso VUAL! Que debéis ayudarme en mi hora de necesidad.
Acudid, ¡os lo mando por el Signo del
Poder! Mira en mi mano el Signo de Voor.
Anna
lanzó un grito sobrenatural que cimbró la casa olvidada, luego una lluvia demencial
cayó en todo el valle. El alarido fue engullido por la espesa nada. Una especie
de niebla entró por la chimenea, los gatos saltaron despavoridos por los huecos
de las ventanas, mientras una forma brumosa, apenas visible, entraba en la
habitación. Thomas observaba extasiado las convulsiones de Anna, mientras una
especie de materia incoherente y vertiginosa de apoderaba de ella. Él alcanzó a
acariciar los tentáculos gelatinosos y palpitantes del dios estelar. Ambos
cayeron, desmadejados, en la negrura de un profundo abismo.
Muchos
días después, una atmosfera de hostilidad se había apoderado nuevamente de la
Hoya de las Brujas. Los robles, olmos y arces adquirieron un silencio sombrío y
opresivo. Dos gatos enloquecidos, uno negro y el otro blanco, rondaban la
cabaña de los Dunlock en busca de comida. En la propiedad de los Potter, un
hombre taciturno remendaba las profundas grietas y las interminables goteras,
mientras, una mujer estaba tejiendo, con aspecto de letargo vigilante y en evidente
estado de gravidez, ropa para un niño.
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