viernes, 9 de octubre de 2015

Amiga imaginaria



Anna tomó una bolsa naranja con dibujos de calaveras, luego de vestirse con el disfraz de bruja, para guardar las golosinas que fuera recolectando. Era mi única hija, una niña bastante solitaria de imagen melancólica y por lo mismo de pocos amigos. Por eso no me extrañó que me dijera que tenía una amiga imaginaria. La llamaba Madre Rigby y pasaba gran parte del tiempo jugando con ella. Me la describió igual a una vieja bruja de nariz afilada y rojiza. Una anciana gruñona que fumaba sin parar una pipa deteriorada, pero muy divertida para asustar a los niños que la molestaban. 

Cuando cayeron las primeras sombras, iniciamos alegres el tradicional recorrido de noche de brujas. En cada casa y comercio que parábamos nos regalaban dulces o juguetes. Entonces nos dimos cuenta que doce niños nos habían rodeado, iban disfrazados con túnicas negras y arrastraban los pies al caminar. Anna me comentó que fueron creados y hechizados por su amiga la bruja con la finalidad de cuidarla. Estaban hechos de bolsas de paja, las extremidades de pedazos de madera y por cabeza una calabaza. Yo, por ser adulto, no podía verlos como eran realmente, pero que evitará mirarlos reflejados en algún espejo.

A punto de terminar el recorrido pasamos los ventanales de una gran tienda. Me quede mudo de miedo. Los supuestos niños no eran más que espantosos espantapájaros, quienes, perdidos en la oscuridad de fondo, jugaban divertidos con mi pequeña Anna. Quise apártala de ellos, pero desaparecieron junto con la niña. La busque por todos lados, como loco recorrí las calles teñidas de amarillo y rojos otoñales, entré a los almacenes gritando su nombre. Finalmente, llegue a una oscura, sombría y triste callejuela, donde escuche la risa apagada y burlona de una mujer muy, pero muy vieja.

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