Amiga imaginaria
Anna
tomó una bolsa naranja con dibujos de calaveras, luego de vestirse con el
disfraz de bruja, para guardar las golosinas que fuera recolectando. Era mi
única hija, una niña bastante solitaria de imagen melancólica y por lo mismo de
pocos amigos. Por eso no me extrañó que me dijera que tenía una amiga
imaginaria. La llamaba Madre Rigby y pasaba gran parte del tiempo jugando con
ella. Me la describió igual a una vieja bruja de nariz afilada y rojiza. Una anciana
gruñona que fumaba sin parar una pipa deteriorada, pero muy divertida para
asustar a los niños que la molestaban.
Cuando
cayeron las primeras sombras, iniciamos alegres el tradicional recorrido de
noche de brujas. En cada casa y comercio que parábamos nos regalaban dulces o
juguetes. Entonces nos dimos cuenta que doce niños nos habían rodeado, iban
disfrazados con túnicas negras y arrastraban los pies al caminar. Anna me comentó
que fueron creados y hechizados por su amiga la bruja con la finalidad de
cuidarla. Estaban hechos de bolsas de paja, las extremidades de pedazos de
madera y por cabeza una calabaza. Yo, por ser adulto, no podía verlos como eran
realmente, pero que evitará mirarlos reflejados en algún espejo.
A
punto de terminar el recorrido pasamos los ventanales de una gran tienda. Me
quede mudo de miedo. Los supuestos niños no eran más que espantosos
espantapájaros, quienes, perdidos en la oscuridad de fondo, jugaban divertidos
con mi pequeña Anna. Quise apártala de ellos, pero desaparecieron junto con la
niña. La busque por todos lados, como loco recorrí las calles teñidas de
amarillo y rojos otoñales, entré a los almacenes gritando su nombre.
Finalmente, llegue a una oscura, sombría y triste callejuela, donde escuche la
risa apagada y burlona de una mujer muy, pero muy vieja.
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