Seducida
María tenía el miedo reflejado
en su rostro, el mismo temor que recorría incansable el pavimento y concreto de
la ciudad fantasma. Aquel hombre le recordó su época de adolescente, cuando los
límites del beso y abrazo sucumbían al calor de los cuerpos jóvenes. En esos
primitivos encuentros no hay racionalidad, cuando la mente sucumbe al deseo más
puro de la piel. No dudó en ningún momento y contra todas las previsiones que
la habían mantenido con vida, simplemente se dejó llevar a ese edificio
abandonado. Busco refugio en el interior del derruido departamento, no había
muebles, solo un silencio y una oscuridad inmutable. Las sombras del atardecer
se desvanecían en el suelo, mientras las paredes se mantenían lóbregas y
expectantes. Él huyó dejándola en una indefensión física y moral completa. No
lo culpaba, en su lugar habría hecho lo mismo. Pero el cansancio la había
vencido, por lo que aquella tarde, no regresaría a casa para esconderse ni un
día más. Dentro de esa habitación, una sombra descendía lentamente y sin ningún
grito o queja, así estaba escrito en su epitafio: “Ella se abandonó
pacíficamente a la inevitable muerte”.
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