Luna roja
Anna
era una mujer hermosa, tenía la piel blanca, transparente, el cabello rojo y la
mirada tierna, parecía un ángel pintado en algún fresco cristiano, y por otro
lado poseía la belleza y la alegría de una bacante divirtiéndose en el claro de
un bosque. Estaba desconcertado y gratamente enamorado de esta mujer cuyo
diagnóstico era el trastorno de identidad disociativo. Ella había sido recluida
por su familia, pero más por miedo a los extraños cambios de personalidad que,
según ellos, los tenía al borde de la locura y la paranoia.
Era la
cuarta sesión y bajo la hipnosis, Anna se convertía en otras personas. En la
primera dijo llamarse Susan y estar viviendo en la región de Cork, en Irlanda.
Era hija de un herrero y su casa estaba junto a un lago, en el cual ella había
muerto ahogada por una muchedumbre que la señalaba como una bruja. En la segunda
y tercera sesión fuimos más atrás, fue la sacerdotisa de Diana y Pan, incluso
del dios pagano Baal. Cada uno de sus relatos los investigue y realmente habían
sucedido, coincidían con el folclor de la región y con las historias relatadas en
los libros de antiguas bibliotecas. No podía alejarme de esta mujer pues cada
día estaba más intrigado por su extraña personalidad.
Anna
estaba nerviosa cuando, en la última regresión, conseguimos establecernos en
Salem, su hermoso cuerpo se convulsionaba por las llamas de una hoguera
imaginaria, soltaba gritos y profería maldiciones como poseída, sus enormes
ojos verdes parecían colapsarse fuera de sus cuencas, pero de súbito se quedó
en completa calma, luego empezó con un sollozo triste mientras su cara
resplandecía con luz propia. En ese momento me quede mudo, expectante, ella
parecía una virgen a punto de consagrarse a algún dios.
En la
habitación se escuchó una voz cavernosa y apagada, como si viniera de muy
lejos, como si hubiera viajado a través de los siglos para llegar hasta
nosotros.
«Alégrate
mujer, tu dios está contigo. No temas, porque has hallado gracia delante de él».
Entonces,
ante mis ojos, el consultorio se convirtió en un cuarto modesto de ladrillos de
adobe y revestida de cal. Por las ventanas entraba una luz roja, en lo alto,
una luna eclipsada parecía estar más cercana que, si uno quisiera, la hubiera podido
tocar con la punta de los dedos. Unos hombres con túnica negra entraron en la
habitación. Cuando mire a Anna estaba desnuda y varias mujeres, también
desnudas, la limpiaban con aceites aromáticos. Los hombres de igual forma se
quitaron los ropajes mientras el sacerdote, vestido con una túnica dorada, daba
órdenes precisas sin dejar de mirar a Anna.
Luego
las mujeres bebieron un brebaje amargo, entonces Anna empezó a entonar un
ritual seguido por un eco de voces, en un canto cadencioso, sonidos que brotaban
de inciertas direcciones, sin tener una fuente fija, dentro de la lóbrega oscuridad.
«Yo no
tengo principio ni tengo fin. Yo soy la tierra, el cielo, el viento y las
estrellas. Yo soy el fuego y el hielo, el hombre y la mujer. Yo puedo crear y
puedo destruir. Conóceme, hombre o demonio, pues glorioso es mi amor y mi
belleza. Pero si tú intentas compartir tu propio ser conmigo, me convertirás en
un alma perdida dentro de una casa en tinieblas».
El
sacerdote se despojó de la túnica dorada, pero en vez de un hombre, apareció un
espectro luminoso sin contornos definidos, de un color que no se podía ver a la
luz de las velas, solamente eran sombras que se proyectaban en todas las
paredes. Las mujeres, en éxtasis, se desplomaban con la piel hecha jirones y
los hombres se inclinaban sobre ellas para lamer su sangre. Anna seguía
llorando y por instantes me miraba como pidiendo que la salvara. Me levante como
pude, pero al tratar de tocarla, fui despedido por una fuerza sobrehumana.
Reaccione lentamente y lastimosamente me fui incorporando, como si cada uno de
mis huesos hubiera sido golpeado hasta convertirlos en polvo.
La
sombra poseyó a Anna de manera brutal, los gemidos me torturaban los oídos y mi
cabeza estaba a punto de estallar. Ella gritaba más fuerte en cada embestida. Incluso
las mujeres, con rostros borrosos, gritaban acompañadas de unos rugidos
furiosos mientras devoraban a los misteriosos hombres. Ellas, en el colmo de la
euforia, mostraban unos dientes afilados y sangrantes. Finalmente, todo quedo
en absoluta calma. La sombra, justo antes de finalizar el cuarto eclipse de la
luna roja, los tomo a todos y los engullo hasta que finalmente se disolvió con
los primeros rayos plateados. Cuando al fin pude acercarme y observé el cuerpo
espantosamente descoyuntado de Anna, me impresioné al ver que continuaba presa
de espantosas convulsiones que la destrozaban en cada movimiento.
Empecé
a gritar pidiendo ayuda, en ese momento entraron a la habitación las enfermeras
y los doctores de los pabellones vecinos. Me encontraron desnudo y enloquecido.
Anna estaba hecha un ovillo, con la ropa desgarrada y la mirada perdida. Nos
sedaron a los dos y llamaron a la policía. Fui acusado de violación y me
encerraron en el mismo hospital psiquiátrico. Me diagnosticaron trastorno de
estrés postraumático, debido, según ellos, a la angustia producida por haber
realizado un acto reprobable y lleno de maldad.
Anna
no volvió a ser la misma de siempre, tiene una risa desagradable, maliciosa,
satisfecha y cruel. Está bajo estrictos cuidados médicos, pues está embarazada.
Muy pocas veces la he visto, en esas ocasiones me parece un ángel esperando
pacientemente el alumbramiento de un demonio, incluso llega a irradiar el mismo
color indescriptible que la deshonró. Por eso escribo esta historia en las
paredes de mi celda, utilizó una mezcla de excremento y sangre. Mis dientes los
he arrancado uno a uno para utilizarlos como lápices. Me quedan pocos. Pero una
vez que me quiten esta camisa de fuerza, solo necesitaré uno, y entonces
escribiré el final apocalíptico de la esta historia.
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