viernes, 9 de junio de 2017

Ángeles caídos

No es que fuera silencioso, nada de eso, siempre tenía la palabra justa, tímida, la de un adulto sin infancia. Nuestra relación nació de la seducción mutua, producto de su insistencia enfermiza y de que yo siempre estuviera drogada. Me doblaba la altura y quizá la edad, lo último nunca lo supe con certeza y la verdad no me importaba. Había viajado mucho, pues decía conocer cada rincón del mundo y lo describía perfectamente. Estaba huyendo y conmigo hizo una pausa, un hogar temporal en esta contaminada ciudad. Me confesó que llegó aquí a expiar sus pecados.

Era un vagabundo de rasgos bellos, pues tenía la piel hermosamente amarilla, solo sus ojos acuosos me daban miedo, a veces terror cuando se me quedaba mirando fijamente en la noche, cuando brillaban, siniestros, dentro de la alcantarilla-respiradero del metro Bellas Artes. Por eso me enamoré de él, era mi grandote, mi ángel caído, mi torre, mi protector, una horrible creatura de sonrisa perversa y llena de maldad. Mientras yo era insufriblemente escuálida, anémicamente verde-amarilla, con la mirada perdida como mi desgastado cuerpo.

Cuando me besaba, con sus finos y negruzcos labios, me temblaba todo, cuando rozaba su boca sentía un frío mortal tratando de robarse mi alma. Aun así lo amaba porque, a pesar de su tamaño, tenía un alma inocente, un ente perdido, como yo, caminando errante. Al principio pedíamos limosna en las esquinas poco iluminadas, siempre de noche, cuidando las palabras para que no huyeran despavoridos de solo vernos. Pero nos cansamos y fue más fácil pedir una "cooperación voluntaria" a oficinistas y ricachones de Polanco, Anzures, San Miguel Chapultepec, Del Valle y Narvarte. Solo algunos trataban de defenderse y nos ofendían con palabras llenas de odio y miedo, entonces mi ángel los tomaba del cuello y los asfixiaba rápidamente para que no sufrieran, asi de enorme era su corazón. Mi ángel era monstruoso, pero conmigo era diferente, me mostraba su lado más tierno, más amable.

Las lluvias anegaban nuestro hogar, ese hueco que el metro utilizaba para expulsar su incandescente aliento, como la de un dragón con llama apagada, pero con el cálido aliento del diablo. Me decía que le recordaba como había llegado al mundo, que se acordaba perfectamente de las ataduras de acero, los fríos electrodos, la inclemente lluvia, los interminables truenos y un inmenso dolor recorriendo su cuerpo. Por eso amaba ese maloliente respiradero. Todas las noches recorría, con paso lento, los andadores de la Alameda sin miedo a ser asaltado, los pocos que lo intentaron terminaron estacados en la Fuente de Neptuno. Tenía una fuerza impresionante y la usaba con brutalidad, pero conmigo era diferente, por eso lo amaba y me amaba, le pertenecía y me pertenecía.

Solíamos, de vez en cuando, caminar en el bosque de Chapultepec, se sentía protegido por los viejos ahuehuetes, parecía un árbol más meciéndose bajo los rayos de la luna y ahí, en medio de toda esa negrura, hacíamos el amor de forma burda y cruel. Su piel apergaminada y sus labios negros me llevaban a una especie de éxtasis producido por el creciente dolor físico, sádico, de cada encuentro. Éramos dos almas rotas y nos ayudamos a pegarnos, como un rompecabezas que la mayor parte de las veces no embonaba, ni con la ayuda de todas las drogas del mundo. Él era un hombre bueno pervertido por la sociedad y yo era un demonio que había sido enviada para tatuarle más cicatrices en la piel.

Eran tantas las víctimas, y un solo culpable, que una noche se fue, no hubo despedida, solo se adentró a los túneles del metro y desapareció colgado de un vagón. Mi ángel llegó en un día atípicamente lluvioso, iluminado con todos los truenos del universo reunidos en un solo lugar, como si todo el mal clima se hubiese confabulado para inundar la línea dos del metro y para que él me salvara de morir ahogada. Cubrió mi desnudez con su cuerpo y con la ropa de los aparadores de la Avenida Juárez. Por eso cuando se fue me deje morir lentamente con la ayuda de cuanto hongo alucinógeno pude conseguir, para que cada parte de mi alma viajara deschavetada hasta donde estuviera mi amor, mi ángel caído, mi torre, mi todo.

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