martes, 21 de junio de 2016

Una historia corta


Nuestros recuerdos viven atrapados dentro de apretados circuitos neuronales, encerrados en el fondo de millones de imágenes y palabras, como cosas inservibles acumuladas en el cuarto de tiliches. Cierto, recuerdos almacenados con el firme propósito de no hacernos perder la identidad. Puede decirse que son anclas que nos mantienen con la fe inquebrantable. Reviven con la anécdota, un fugaz reencuentro, una amarillenta fotografía, el nacimiento o incluso la muerte para invitarlos a ser parte nuevamente del presente, a veces con mutua incomodidad. En mi familia vivíamos en un matriarcado que, desafortunadamente, termino cuando murió la abuela. Fue uno de los días más triste de mi vida. Sin embargo, en los siguientes velorios la pena fue disminuyendo, porque los tíos dejaron este mundo demasiado pronto, mientras que las tías tomaban un segundo aire. Entonces transmutamos el llanto en un alegre vodevil, donde los encuentros familiares se convirtieron en tertulia de café y galletas. Los parientes que dejamos de frecuentar aparecieron como sacados de una chistera. Muchos años sin verlos y de pronto llegaban con la pena reflejada en el rostro y la sonrisa en la comisura de los labios. Los abrazos sinceros reconfortan porque no vemos al adulto sino al niño de la infancia, todavía al cómplice de juegos y aventuras. Iniciamos con las conversaciones usuales, el trabajo, la esposa, los hijos, las escuelas, los logros y descalabros. Solo después de medianoche, luego del rosario, llegan puntuales los recuerdos íntimos. No puedo mentir, algunos con tristeza, pero la inmensa mayoría son añoranzas infantiles. No hacen falta muchas palabras para ir hilvanando las historias, uno a uno vamos llenando los vacíos narrativos. Los recuerdos se van agolpando y en instantes nos convertimos en niños, quienes jugaban en los columpios y resbaladillas, o que pasaban la mayor parte del día jugando futbol callejero. Rompiendo vidrios o abollando puertas y zaguanes. La mayoría de las veces corriendo a esconderse ante las quejas de malhumorados vecinos. Pero, la mayor parte de nuestros recuerdos nos llevan al antiguo barrio, a aquel lugar en el que, a pesar de la pobreza, fuimos felices. En esos tiempos de las canicas, el trompo y el balero. También de las primeras novias, el primer beso. Si, los primeros besos y los despertares sexuales detrás de los tinacos, donde resguardábamos nuestra intimidad con una delgada cortina de ropa recién lavada.

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