Una historia corta
Nuestros recuerdos viven
atrapados dentro de apretados circuitos neuronales, encerrados en el fondo de
millones de imágenes y palabras, como cosas inservibles acumuladas en el cuarto
de tiliches. Cierto, recuerdos almacenados con el firme propósito de no
hacernos perder la identidad. Puede decirse que son anclas que nos mantienen
con la fe inquebrantable. Reviven con la anécdota, un fugaz reencuentro, una
amarillenta fotografía, el nacimiento o incluso la muerte para invitarlos a ser
parte nuevamente del presente, a veces con mutua incomodidad. En mi familia vivíamos
en un matriarcado que, desafortunadamente, termino cuando murió la abuela. Fue
uno de los días más triste de mi vida. Sin embargo, en los siguientes velorios
la pena fue disminuyendo, porque los tíos dejaron este mundo demasiado pronto,
mientras que las tías tomaban un segundo aire. Entonces transmutamos el llanto
en un alegre vodevil, donde los encuentros familiares se convirtieron en
tertulia de café y galletas. Los parientes que dejamos de frecuentar
aparecieron como sacados de una chistera. Muchos años sin verlos y de pronto llegaban
con la pena reflejada en el rostro y la sonrisa en la comisura de los labios. Los
abrazos sinceros reconfortan porque no vemos al adulto sino al niño de la
infancia, todavía al cómplice de juegos y aventuras. Iniciamos con las
conversaciones usuales, el trabajo, la esposa, los hijos, las escuelas, los
logros y descalabros. Solo después de medianoche, luego del rosario, llegan
puntuales los recuerdos íntimos. No puedo mentir, algunos con tristeza, pero la
inmensa mayoría son añoranzas infantiles. No hacen falta muchas palabras para
ir hilvanando las historias, uno a uno vamos llenando los vacíos narrativos.
Los recuerdos se van agolpando y en instantes nos convertimos en niños, quienes
jugaban en los columpios y resbaladillas, o que pasaban la mayor parte del día
jugando futbol callejero. Rompiendo vidrios o abollando puertas y zaguanes. La
mayoría de las veces corriendo a esconderse ante las quejas de malhumorados vecinos.
Pero, la mayor parte de nuestros recuerdos nos llevan al antiguo barrio, a
aquel lugar en el que, a pesar de la pobreza, fuimos felices. En esos tiempos
de las canicas, el trompo y el balero. También de las primeras novias, el
primer beso. Si, los primeros besos y los despertares sexuales detrás de los
tinacos, donde resguardábamos nuestra intimidad con una delgada cortina de ropa
recién lavada.
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