La estatua
Siempre he sido un comprador
compulsivo, cuya afición a los cuadros y a las antigüedades han convertido mi
casa en una galería y en donde las cosas van tomando su lugar conforme van
llegando. Puede decirse que poseo un trastorno afectivo por todo aquello que se
puede comprar. Pero fue una felicidad efímera hasta que el infortunio tocó a mi
puerta. Un extraño huésped irrumpió sin violencia brillando como guijarro al
sol, pero al irse adentrando en la penumbra, me di cuenta que también se iba
reduciendo su esplendor y belleza. La patina de su cuerpo llevaba los rastros
de la violencia producida por el descuido. Posiblemente por los años que paso
exiliado en oscuros cuartos de triques inservibles y en donde el continuo roce,
de los otros desechos, hería su delicada piel de bronce. Un día, en un descuido,
logró escapar hasta llegar a mí. Al igual que las otras cosas se adueñó de un
lugar y desde ese día se convirtió en mi torturador. Siempre en la misma
posición, con esa mirada irreductible de eterna vigilia, me tiene sofocado de
miedo, al grado de no poder salir para realizar una compulsiva compra.
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