lunes, 4 de abril de 2016

El payaso



Entra trastabillando con la farsa propia del pícaro embustero, pero logra la sonrisa general cuando cae con la gracia de un muñeco desmadejado. Del sombrero saca un adiestrado conejo, el cual va endulzando amargados sinsabores de un público perplejo. El payaso llega, con tres largos brincos, hasta el otro lado del escenario. Del pantalón saca un violín con el diapasón desarmonizado y de la chaqueta un arco destensado. Toca muy desafinado las tristísimas notas de un vals casi olvidado. Las risas transmutan en una lamentable melancolía de negros y discordantes tonos. La luz se apaga y los guantes, terriblemente blancos, danzan en la oscuridad con armonía geométrica. La primera cuerda se rompe estropeando el silencio encantado. Un reflector ilumina la gota que desmaquilla la mejilla blanca del payaso enamorado, pero al mismo tiempo suelta una destornillada y pintada carcajada. El público ocioso ríe contagiado de efímera felicidad. El payaso toma una trompeta y ahoga de serpentina las gargantas agitadas. Un salto mortal lo lanza encima de un tembloroso tambor. Baila encima de este usando los enormes zapatos como baquetas. Invita a un niño para que imite cada golpe. Pide aplausos para marcar el ritmo al dueto improvisado. Entonces toma distancia, corre y coge al menor. Ambos saltan realizando una fenomenal pirueta dejando a todo mundo con la boca abierta. Caen dentro del tambor con sonoro estruendo. Finalmente, el conejo aparece en escena, disfrazado de payaso, tocando virtuosamente un desvencijado violín sin cuerdas.

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