El payaso
Entra trastabillando con
la farsa propia del pícaro embustero, pero logra la sonrisa general cuando cae
con la gracia de un muñeco desmadejado. Del sombrero saca un adiestrado conejo,
el cual va endulzando amargados sinsabores de un público perplejo. El payaso llega,
con tres largos brincos, hasta el otro lado del escenario. Del pantalón saca un
violín con el diapasón desarmonizado y de la chaqueta un arco destensado. Toca muy
desafinado las tristísimas notas de un vals casi olvidado. Las risas transmutan
en una lamentable melancolía de negros y discordantes tonos. La luz se apaga y
los guantes, terriblemente blancos, danzan en la oscuridad con armonía geométrica.
La primera cuerda se rompe estropeando el silencio encantado. Un reflector
ilumina la gota que desmaquilla la mejilla blanca del payaso enamorado, pero al
mismo tiempo suelta una destornillada y pintada carcajada. El público ocioso ríe
contagiado de efímera felicidad. El payaso toma una trompeta y ahoga de
serpentina las gargantas agitadas. Un salto mortal lo lanza encima de un
tembloroso tambor. Baila encima de este usando los enormes zapatos como
baquetas. Invita a un niño para que imite cada golpe. Pide aplausos para marcar
el ritmo al dueto improvisado. Entonces toma distancia, corre y coge al menor.
Ambos saltan realizando una fenomenal pirueta dejando a todo mundo con la boca
abierta. Caen dentro del tambor con sonoro estruendo. Finalmente, el conejo
aparece en escena, disfrazado de payaso, tocando virtuosamente un desvencijado
violín sin cuerdas.
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