Las curanderas
Las paredes de mi cuarto
empezaron a respirar agitadamente, convulsionaban con la fuerza tísica de un
cuerpo enfermo. Las cuarteaduras dominaban los espacios ausentes de yeso y
pintura. No podía levantarme de esta tumba satinada, sudorosa y sucia. Estaba pegada
a mi propia cama y sentía el peso del techo desmoronándose encima de mí hasta
ahogarme. Últimamente despertaba con el cuerpo adolorido, con los músculos
molidos, con el sueño forzado.
—Madre, siento que mi cabeza
va a explotar, tráeme mis gotas, las que están dentro de la nevera.
—No me apresures, deberías de
levantarte de la cama y salir un rato a tomar los rayos del sol.
El alivio llegará pronto y me
dará un leve respiro. El vértigo rondaba mi almohada, ridículamente bordada de
corazones rojos, un triste recuerdo de mis años adolescentes. Tenía días
recostada en la cama. No era la primera vez ni tampoco la última. Las horas
pierden su significado cuando el cuerpo languidece, aletargado, bajo los
efectos de los calmantes y los chiqueadores. Ni las friegas de alcohol ni las
gotas de lavanda han ayudado a remediar mis males.
Mi madre enciende veladoras en
altares improvisados, porque son tantos los santos y los muertos que les hemos
buscado acomodo en cualquier rincón. La monótona letanía de los rezos taladra
mis oídos, el olor de la parafina tiene un efecto analgésico, las diminutas
llamas consiguen iluminar, en un instante, hasta los rincones más oscuros de la
casa, incluso aquellos huecos donde el piso de madera se ha podrido. Es
increíble el color rojizo de las veladoras, tiene algo de santo y de demoniaco
a la vez.
Dejo que la aspirina haga su
efecto, cierro los ojos hasta percibir el silencio del patio, el cual apenas es
roto por el ir y venir de las lagartijas. Las paredes heridas les dan refugio. Me
levanto y abro las cortinas para salir de la sombra. Deshago la trenza
retorcida con movimientos mecánicos, tomo las tijeras y las corto para
liberarme de su hechizo. El dolor de cabeza desparece para perderse entre la
bruma de la mañana y bajo los primeros rayos del sol.
—Hija, me siento débil, este
año me está matando lentamente, no llego a diciembre, hija, no llego.
—Siempre dices lo mismo cada
año y sigues aquí dándome lata. Estoy poniendo un poco de café, ¿tenemos pan
dulce de ayer?
Mi madre es la curandera de la
ciudad, la cual aún conserva sus aires de provincia, hemos atestiguado la
aparición de los modernos multicinemas y uno que otro centro comercial. Cuando se
instalaron las farmacias de genéricos, y sus doctores, casi nos dejan sin
trabajo, pero aun conservamos algunos clientes, quienes han sido fieles a
nuestra medicina tradicional, por así llamarla. Nos hemos adaptado bien a los
nuevos tiempos y a pesar de la modernidad, mucha gente nos sigue consultando.
Nuestras pócimas son, en la
mayoría de las veces, flores, hierbas y hongos que recolectamos en las cañadas,
a veces están a flor de tierra, otras en las entradas de las cuevas, sin
embargo, el ingrediente principal es fácil de obtener, está al alcance de la
mano y nos lo proporciona la misma gente trayendo a sus niños enfermos.
Incluso, los mismos doctores nos ayudan a conseguirlos cuando no pueden curar ni
una insignificante gripe.
Unos sorbos al café me
devuelven las cosas olvidadas, momento de lucidez que aprovecho para escribir
las compras pendientes que debo realizar.
—No hay dinero que alcance— creo
escuchar a mi madre—. No le contesto.
Salgo al patio para barrerlo
de una multitud de hojas secas y amarillas, luego las pulverizo hasta
convertirlas en partículas de apariencia terrosa. Con agua amalgamo una pasta
brillante con la que cubro las ventanas, las puertas y las macetas. Es un
efectivo repelente contra las malas vibras de la gente envidiosa.
En la cocina tenemos una
alacena de madera con diferentes tipos de frascos, pero solo de ciertos colores
como el rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta; y solamente de
dos tamaños, en el chico guardamos los polvos que hacen el bien y en los
grandes los utilizados para hacer el mal en las personas. Cierto, este es un
negocio y a veces aceptamos ciertos trabajos, por supuesto, con su debida
remuneración, pero dejamos en claro, por política casera, que nunca aceptamos reclamaciones
ni realizamos reembolsos.
—Hoy es día de tianguis, Cristina
saca la sombrilla para protegernos del sol.
Últimamente las chicas se
embarazan muy jóvenes, muchas son hijas de madres solteras, al igual que ellas.
Por suerte, algunas todavía tienen ayuda de las sufridas abuelas. Las que
tienen padre, además de la desgracia, soportan los golpes del ofendido patriarca
mientras cargan durante meses la deshonra. Realmente no han cambiado los
tiempos. Cuando nace el niño vuelven a ser hijas de familia, en una rendición
incondicional, mientras tanto el nuevo ser se convierte en un hermano más de la
tumultuosa familia. Las que tienen suerte, por así decirlo, se casan y se
integran a la familia del novio. Entonces empieza para ellas otro viacrucis.
Pero cada una representa una comedia bordada en las mismas costumbres
ancestrales.
Las abuelas ayudan muchísimo a
las nuevas madres, pues las nietas tienen que trabajar para traer el sustento
diario, las chicas primerizas dejan a su resguardo la crianza. Estas viejas
mujeres son las que nos traen a los pequeños para curarlos de la caída de la
mollera, los empachos, males de ojo o que hayan sido víctimas de algún susto. Enfermedades
que la medicina moderna quiere curar con altas dosis de paracetamol sin ningún
resultado.
Tengo un novio, Fernando,
desde hace menos de un año, llegó con nosotras para que le diéramos un remedio
para su falta de confianza, necesitaba valor para declararse a una vecina suya,
pero me encariñe de él y, sin que se diera cuenta, le prepare un remedio con
los polvos rojos de la botella pequeña. Fue amor al primer trago y desde
entonces ambos somos felices, no casados, pero felices.
—Esperemos a Fernando, nos va a
llevar en coche. Esta vez espero que no falle porque tendremos que empujarlo
para arrancar.
Solamente una vez vi
coqueteando a Fernando, sentí mucha rabia, por cierto, no tomé ningún remedio
para el coraje, simplemente lo fui acuñando, cuando llegué a casa, preparé un
agua de chía, la endulce con mucha azúcar y agregué una pizca de polvos verde y
amarillo de los frascos grandes. Como hacía mucho calor hice una jarra, y en el
momento que se la termino, arremetí sin compasión. Tanto lo amenacé y me
deshice en llanto que, desde ese día, una sola palabra o grito, lo hunde en un
profundo estado de tristeza y de miedo a perderme.
Cruz, mi madre, se ha
encariñado con él. Dice que es bueno tener un hombre en casa, porque desde que
murió mi papá, por un exceso de ira o de polvos rojos de la botella grande, no volvió
a casarse ni a arrejuntarse. Creo que lo amaba a pesar de su desequilibrado
carácter. Quiere un nieto, y me presiona todos los días para casarme lo más
pronto posible. Algún día la complaceré. Mientras eso pasa soy feliz
experimentado con él. Tal vez me quede con Fernando, pero puede llegar a mi
vida, y sorprenderme, un chico guapo y adinerado.
Durante un tiempo tuvimos
problemas con el párroco de la iglesia, pero un día tocó a nuestra puerta
trayendo un pequeño en brazos y a una mujer joven, dizque su hermana, pero lo
dijo tan turbado que al darse cuenta permaneció callado mientras estuvo en la
casa. El niño tenía calentura y no dejaba de llorar. Tampoco quería comer.
Entonces mi madre notó que tenía hundida la mollera. Ordenó que lo colocaran en
la mesa, tomó un poco de aguardiente y se lavó las manos con el duro alcohol.
Echó al padrecito y a la madre hacia el patio. Una vez a solas, roció un poco
en la cabeza, luego metió dos dedos en la boca del niño y empujó el paladar,
susurró al oído algunas oraciones; entonces, sin previo aviso, succionó como
una sanguijuela la cabeza del niño, quien se deshacía en llanto, luego con
delicadeza lo tomó de los pies y lo puso bocabajo. Unas gotas blanquísimas
empezaron a caer, Cruz atrapó las gotas en una vasija y se las tomó enseguida.
En ese momento el pequeño se quedó profundamente dormido con la mollera en su
lugar.
Desde ese día dejó de
molestarnos, aunque creo que fue más por el té verde, el del frasco pequeño, el
cual tuvimos que darle de emergencia para bajarle el susto, pues el pequeño
quedó con un color gris cenizo. Unas cuantas gotas de su alma fueron el justo
pago por una larga vida. Aunque siempre se agradece el dinero cuando cae
constante en nuestras manos. La vida cada día se pone más cara y no podemos
sobrevivir dando y recibiendo caridad.
—Es enorme esta sombrilla,
parece una carpa de circo, pudiste traer la que compramos la semana pasada, es
más chica y no estaríamos chocando con todo mundo.
—Pues es cierto, pero siempre
estamos bajo la sombra y no estamos sufriendo de los rayos del sol. Apenas
salimos y ya estamos sudando.
—Apúrate a comprar todo lo que
necesitamos, no te olvides de la ruda, la rosa de castilla, el pan puerco y las
demás hierbas de lista.
Curar a los niños asustados
lleva tiempo y se necesita más de una sesión, pues es muy difícil deshacerse de
las almas en pena, algunas veces podemos confrontarlos e invitarlos a abandonar
la casa, en otras situaciones es necesaria la limpia con alcohol, ruda y
toronjil en los lugares que suele visitar el muerto. Aquí no recitamos
oraciones, porque los muertos terminan riéndose y quedándose sin querer ir
hacia la luz. Quitar el susto suele tomarnos una semana completa. El uso del
huevo negro está en desuso por lo caro e ineficaz. Realizamos la limpia con
ruda, santamaría y baños de alcohol preparado con anís. Luego reforzamos con
tés de los polvos amarillo, verde y azul, claro, de los frascos pequeños. De
estos niños no tomamos ni una gota de sus almas, porque tienen un sabor amargo
que no te quitas en semanas.
—Acomoda las cosas que
compramos, pero no te quedes platicando con Fernando, luego se va muy tarde y
me da miedo que le pase algo.
Llevamos una vida tranquila, aferradas
a mismo fervor primitivo que se respira por las mañanas, a la tierra mojada, y a
los rumores de la sierra que siempre vienen acompañando a la gente de las
rancherías. Sus niños son los más sanos de la región, pero cuando enferman es
un placer culposo tomar tan solo unas gotas de sus almas, son tan dulces y
vivificantes que nos propicia una sensación desbordante de felicidad. Son
perlas divinas que palpitan dulcemente en nuestro extasiado corazón y que recorren
alegres todo nuestro cuerpo como una droga.
Los niños de las ciudades
tienen el alma contaminada por la vida acelerada que llevan, posiblemente han
perdido la inocencia desde temprana edad, es como si la divinidad los hubiera
abandonado inexorablemente. Poseen una débil luz de esperanza. Drenarles lo
poco que les queda de alma es dejarlos en la oscuridad. Muchos se vuelven
agresivos, pocos terminan en las nubes. Dejamos niños que pronto se volverán un
dolor de cabeza para sus madres. En estos casos solicitamos el pago por
adelantado, porque, como ya le conté, no aceptamos reclamaciones ni mucho menos
reembolsos.
—Madre, no le pusiste agua a
los pájaros. Pobrecitos se están muriendo de sed.
Nos gusta nuestra pequeña
ciudad, los pájaros trinan todas las mañanas, sobrevuelan el césped para
alimentarse de migajas de pan o de semillas. Hemos comprendido que existe una extraña
simbiosis entre los pájaros y los niños. Cuanto más trinan, por ejemplo, en
primavera y verano, los niños están más alegres y saludables, y se mantienen
así todo el otoño, pero al llegar el invierno todas las fuerzas acumuladas, en
las estaciones anteriores. nutren sus almas con una abundancia de espíritu
difícil de encontrar.
—Cristina, olvidaste comprar las
semillas para los pájaros. Mañana no tendrán nada que comer.
Pocas veces hemos sufrido por
falta de polvos para nuestros frascos, los grandes y los chicos. A veces la
espera se hace eterna, pero por fortuna llegan cuando más los necesitamos. No
tenemos remordimiento o algo que se le parezca, de hecho, hemos aprovechado los
pequeños resquicios en la creación de dios para nuestro beneficio, por eso el
remedio para el empacho es nuestro principal proveedor de polvos mágicos. Mi
abuela nos contó que las almas son entes acuosos atrapados dentro de
contenedores invisibles. Unas cuantas gotas son suficientes para detener el
paso del tiempo en nuestros cuerpos.
A estos pequeñines los
tratamos con infinita ternura, pues nuestro principal remedio sale de las tiernas
lágrimas de las almas de estos infantes. Es una pelea en la que siempre les
ganamos a sus ángeles protectores, porque los engañamos, más bien los
engatusamos colocando alrededor de la mesa ágatas, ámbares e imanes. Los
ángeles de la guarda se mantienen alejados, tienden a quedarse en un estado
catatónico, durante la operación producen un sonido de angustia que suelen
olvidar cuando el niño regresa a los brazos de su madre.
—Madre, hay que remplazar las
veladoras del altar de la abuela.
El procedimiento para curar el
empacho es relativamente sencillo, empieza con un masaje en la panza con el pan
puerco, el cual solo sirve para suavizar el pegamento que une el alma con la
carne. Cuando jalamos el pellejo de la espalda es el instante que aprovechamos
y despegamos la tierna alma de los infantes, entonces empieza un sollozo
profundo seguido de unas copiosas lágrimas. Aquí es donde todavía me falla,
aquí es donde Cruz, por sus largos años en el oficio, me lleva mucha
experiencia. Ella reconoce el tipo de llanto, sabe distinguir el de vergüenza,
ira, miedo, hostilidad, repugnancia, sorpresa, para transmutarlos a su antojo y
luego convertirlos en el polvo que guardamos en los frascos de colores.
El alma de las niñas tiene una
delicadeza llena de virtudes, por eso llenamos los frascos pequeños con su esencia;
por el contrario, la rudeza rebelde e inquieta de los niños sirve para llenar los
frascos grandes.
Para volver a pegar el alma
desprendida, rociamos té de rosa de castilla al volátil espíritu, ponemos unas
gotas en la boca infantil, y milagrosamente logramos revertir este proceso
anómalo de la naturaleza. No sabemos qué pasaría si nos excedemos de tiempo,
tal vez crearíamos pequeños zombis. Por eso es importante el tiempo, y las
campanadas de nuestro viejo reloj de pared nos dan la duración exacta. Son solo
doce golpes de badajo que nos taladran el cerebro. Solo es un poco de dolor que
desaparece con unas gotas tomadas directamente de la fuente.
Los niños se ven igual hasta
los once años pues conservan integra su alma buena, pero hemos notado algo en
los niños que tocamos, la pierden completamente o en partes, pero finalmente la
pierden para siempre. Sabemos que algunos mueren antes de su hora, por
accidente o por enfermedad, pero todos sin excepción regresan a nuestra casa,
por lo que tenemos que ahuyentarlos. Esto lo hacemos, aventándoles sal de mar a
los vivos y azúcar moscabada a los muertos. Sabemos que regresan por lo que han
perdido. El problema es que nunca se los vamos a devolver.
—Cristina, cierra la puerta y
las ventanas, el cielo se está oscureciendo, hoy lloverá más temprano.
—Lo estoy haciendo madre, no
salgas o te vas a enfermar. Cubre las jaulas de los pájaros.
—La ropa, Cristina, la ropa.
Mi madre quedó muda desde la
muerte de mi padre, posiblemente el remordimiento no la deja en paz. Estoy para
cuidarla hasta que muera. No sé si será pronto. Estoy tan acostumbrada a vivir
con ella que solo con ver sus gestos y miradas sé lo que tengo que hacer.
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