viernes, 29 de julio de 2016

Las curanderas

Las paredes de mi cuarto empezaron a respirar agitadamente, convulsionaban con la fuerza tísica de un cuerpo enfermo. Las cuarteaduras dominaban los espacios ausentes de yeso y pintura. No podía levantarme de esta tumba satinada, sudorosa y sucia. Estaba pegada a mi propia cama y sentía el peso del techo desmoronándose encima de mí hasta ahogarme. Últimamente despertaba con el cuerpo adolorido, con los músculos molidos, con el sueño forzado.

—Madre, siento que mi cabeza va a explotar, tráeme mis gotas, las que están dentro de la nevera.

—No me apresures, deberías de levantarte de la cama y salir un rato a tomar los rayos del sol.

El alivio llegará pronto y me dará un leve respiro. El vértigo rondaba mi almohada, ridículamente bordada de corazones rojos, un triste recuerdo de mis años adolescentes. Tenía días recostada en la cama. No era la primera vez ni tampoco la última. Las horas pierden su significado cuando el cuerpo languidece, aletargado, bajo los efectos de los calmantes y los chiqueadores. Ni las friegas de alcohol ni las gotas de lavanda han ayudado a remediar mis males.

Mi madre enciende veladoras en altares improvisados, porque son tantos los santos y los muertos que les hemos buscado acomodo en cualquier rincón. La monótona letanía de los rezos taladra mis oídos, el olor de la parafina tiene un efecto analgésico, las diminutas llamas consiguen iluminar, en un instante, hasta los rincones más oscuros de la casa, incluso aquellos huecos donde el piso de madera se ha podrido. Es increíble el color rojizo de las veladoras, tiene algo de santo y de demoniaco a la vez.

Dejo que la aspirina haga su efecto, cierro los ojos hasta percibir el silencio del patio, el cual apenas es roto por el ir y venir de las lagartijas. Las paredes heridas les dan refugio. Me levanto y abro las cortinas para salir de la sombra. Deshago la trenza retorcida con movimientos mecánicos, tomo las tijeras y las corto para liberarme de su hechizo. El dolor de cabeza desparece para perderse entre la bruma de la mañana y bajo los primeros rayos del sol.

—Hija, me siento débil, este año me está matando lentamente, no llego a diciembre, hija, no llego.

—Siempre dices lo mismo cada año y sigues aquí dándome lata. Estoy poniendo un poco de café, ¿tenemos pan dulce de ayer?

Mi madre es la curandera de la ciudad, la cual aún conserva sus aires de provincia, hemos atestiguado la aparición de los modernos multicinemas y uno que otro centro comercial. Cuando se instalaron las farmacias de genéricos, y sus doctores, casi nos dejan sin trabajo, pero aun conservamos algunos clientes, quienes han sido fieles a nuestra medicina tradicional, por así llamarla. Nos hemos adaptado bien a los nuevos tiempos y a pesar de la modernidad, mucha gente nos sigue consultando.

Nuestras pócimas son, en la mayoría de las veces, flores, hierbas y hongos que recolectamos en las cañadas, a veces están a flor de tierra, otras en las entradas de las cuevas, sin embargo, el ingrediente principal es fácil de obtener, está al alcance de la mano y nos lo proporciona la misma gente trayendo a sus niños enfermos. Incluso, los mismos doctores nos ayudan a conseguirlos cuando no pueden curar ni una insignificante gripe.
Unos sorbos al café me devuelven las cosas olvidadas, momento de lucidez que aprovecho para escribir las compras pendientes que debo realizar.

—No hay dinero que alcance— creo escuchar a mi madre—. No le contesto.

Salgo al patio para barrerlo de una multitud de hojas secas y amarillas, luego las pulverizo hasta convertirlas en partículas de apariencia terrosa. Con agua amalgamo una pasta brillante con la que cubro las ventanas, las puertas y las macetas. Es un efectivo repelente contra las malas vibras de la gente envidiosa.

En la cocina tenemos una alacena de madera con diferentes tipos de frascos, pero solo de ciertos colores como el rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta; y solamente de dos tamaños, en el chico guardamos los polvos que hacen el bien y en los grandes los utilizados para hacer el mal en las personas. Cierto, este es un negocio y a veces aceptamos ciertos trabajos, por supuesto, con su debida remuneración, pero dejamos en claro, por política casera, que nunca aceptamos reclamaciones ni realizamos reembolsos.

—Hoy es día de tianguis, Cristina saca la sombrilla para protegernos del sol.

Últimamente las chicas se embarazan muy jóvenes, muchas son hijas de madres solteras, al igual que ellas. Por suerte, algunas todavía tienen ayuda de las sufridas abuelas. Las que tienen padre, además de la desgracia, soportan los golpes del ofendido patriarca mientras cargan durante meses la deshonra. Realmente no han cambiado los tiempos. Cuando nace el niño vuelven a ser hijas de familia, en una rendición incondicional, mientras tanto el nuevo ser se convierte en un hermano más de la tumultuosa familia. Las que tienen suerte, por así decirlo, se casan y se integran a la familia del novio. Entonces empieza para ellas otro viacrucis. Pero cada una representa una comedia bordada en las mismas costumbres ancestrales.

Las abuelas ayudan muchísimo a las nuevas madres, pues las nietas tienen que trabajar para traer el sustento diario, las chicas primerizas dejan a su resguardo la crianza. Estas viejas mujeres son las que nos traen a los pequeños para curarlos de la caída de la mollera, los empachos, males de ojo o que hayan sido víctimas de algún susto. Enfermedades que la medicina moderna quiere curar con altas dosis de paracetamol sin ningún resultado.

Tengo un novio, Fernando, desde hace menos de un año, llegó con nosotras para que le diéramos un remedio para su falta de confianza, necesitaba valor para declararse a una vecina suya, pero me encariñe de él y, sin que se diera cuenta, le prepare un remedio con los polvos rojos de la botella pequeña. Fue amor al primer trago y desde entonces ambos somos felices, no casados, pero felices.

—Esperemos a Fernando, nos va a llevar en coche. Esta vez espero que no falle porque tendremos que empujarlo para arrancar.

Solamente una vez vi coqueteando a Fernando, sentí mucha rabia, por cierto, no tomé ningún remedio para el coraje, simplemente lo fui acuñando, cuando llegué a casa, preparé un agua de chía, la endulce con mucha azúcar y agregué una pizca de polvos verde y amarillo de los frascos grandes. Como hacía mucho calor hice una jarra, y en el momento que se la termino, arremetí sin compasión. Tanto lo amenacé y me deshice en llanto que, desde ese día, una sola palabra o grito, lo hunde en un profundo estado de tristeza y de miedo a perderme.

Cruz, mi madre, se ha encariñado con él. Dice que es bueno tener un hombre en casa, porque desde que murió mi papá, por un exceso de ira o de polvos rojos de la botella grande, no volvió a casarse ni a arrejuntarse. Creo que lo amaba a pesar de su desequilibrado carácter. Quiere un nieto, y me presiona todos los días para casarme lo más pronto posible. Algún día la complaceré. Mientras eso pasa soy feliz experimentado con él. Tal vez me quede con Fernando, pero puede llegar a mi vida, y sorprenderme, un chico guapo y adinerado.

Durante un tiempo tuvimos problemas con el párroco de la iglesia, pero un día tocó a nuestra puerta trayendo un pequeño en brazos y a una mujer joven, dizque su hermana, pero lo dijo tan turbado que al darse cuenta permaneció callado mientras estuvo en la casa. El niño tenía calentura y no dejaba de llorar. Tampoco quería comer. Entonces mi madre notó que tenía hundida la mollera. Ordenó que lo colocaran en la mesa, tomó un poco de aguardiente y se lavó las manos con el duro alcohol. Echó al padrecito y a la madre hacia el patio. Una vez a solas, roció un poco en la cabeza, luego metió dos dedos en la boca del niño y empujó el paladar, susurró al oído algunas oraciones; entonces, sin previo aviso, succionó como una sanguijuela la cabeza del niño, quien se deshacía en llanto, luego con delicadeza lo tomó de los pies y lo puso bocabajo. Unas gotas blanquísimas empezaron a caer, Cruz atrapó las gotas en una vasija y se las tomó enseguida. En ese momento el pequeño se quedó profundamente dormido con la mollera en su lugar.

Desde ese día dejó de molestarnos, aunque creo que fue más por el té verde, el del frasco pequeño, el cual tuvimos que darle de emergencia para bajarle el susto, pues el pequeño quedó con un color gris cenizo. Unas cuantas gotas de su alma fueron el justo pago por una larga vida. Aunque siempre se agradece el dinero cuando cae constante en nuestras manos. La vida cada día se pone más cara y no podemos sobrevivir dando y recibiendo caridad.

—Es enorme esta sombrilla, parece una carpa de circo, pudiste traer la que compramos la semana pasada, es más chica y no estaríamos chocando con todo mundo.

—Pues es cierto, pero siempre estamos bajo la sombra y no estamos sufriendo de los rayos del sol. Apenas salimos y ya estamos sudando.

—Apúrate a comprar todo lo que necesitamos, no te olvides de la ruda, la rosa de castilla, el pan puerco y las demás hierbas de lista.

Curar a los niños asustados lleva tiempo y se necesita más de una sesión, pues es muy difícil deshacerse de las almas en pena, algunas veces podemos confrontarlos e invitarlos a abandonar la casa, en otras situaciones es necesaria la limpia con alcohol, ruda y toronjil en los lugares que suele visitar el muerto. Aquí no recitamos oraciones, porque los muertos terminan riéndose y quedándose sin querer ir hacia la luz. Quitar el susto suele tomarnos una semana completa. El uso del huevo negro está en desuso por lo caro e ineficaz. Realizamos la limpia con ruda, santamaría y baños de alcohol preparado con anís. Luego reforzamos con tés de los polvos amarillo, verde y azul, claro, de los frascos pequeños. De estos niños no tomamos ni una gota de sus almas, porque tienen un sabor amargo que no te quitas en semanas.

—Acomoda las cosas que compramos, pero no te quedes platicando con Fernando, luego se va muy tarde y me da miedo que le pase algo.

Llevamos una vida tranquila, aferradas a mismo fervor primitivo que se respira por las mañanas, a la tierra mojada, y a los rumores de la sierra que siempre vienen acompañando a la gente de las rancherías. Sus niños son los más sanos de la región, pero cuando enferman es un placer culposo tomar tan solo unas gotas de sus almas, son tan dulces y vivificantes que nos propicia una sensación desbordante de felicidad. Son perlas divinas que palpitan dulcemente en nuestro extasiado corazón y que recorren alegres todo nuestro cuerpo como una droga.

Los niños de las ciudades tienen el alma contaminada por la vida acelerada que llevan, posiblemente han perdido la inocencia desde temprana edad, es como si la divinidad los hubiera abandonado inexorablemente. Poseen una débil luz de esperanza. Drenarles lo poco que les queda de alma es dejarlos en la oscuridad. Muchos se vuelven agresivos, pocos terminan en las nubes. Dejamos niños que pronto se volverán un dolor de cabeza para sus madres. En estos casos solicitamos el pago por adelantado, porque, como ya le conté, no aceptamos reclamaciones ni mucho menos reembolsos.

—Madre, no le pusiste agua a los pájaros. Pobrecitos se están muriendo de sed.

Nos gusta nuestra pequeña ciudad, los pájaros trinan todas las mañanas, sobrevuelan el césped para alimentarse de migajas de pan o de semillas. Hemos comprendido que existe una extraña simbiosis entre los pájaros y los niños. Cuanto más trinan, por ejemplo, en primavera y verano, los niños están más alegres y saludables, y se mantienen así todo el otoño, pero al llegar el invierno todas las fuerzas acumuladas, en las estaciones anteriores. nutren sus almas con una abundancia de espíritu difícil de encontrar.

—Cristina, olvidaste comprar las semillas para los pájaros. Mañana no tendrán nada que comer.

Pocas veces hemos sufrido por falta de polvos para nuestros frascos, los grandes y los chicos. A veces la espera se hace eterna, pero por fortuna llegan cuando más los necesitamos. No tenemos remordimiento o algo que se le parezca, de hecho, hemos aprovechado los pequeños resquicios en la creación de dios para nuestro beneficio, por eso el remedio para el empacho es nuestro principal proveedor de polvos mágicos. Mi abuela nos contó que las almas son entes acuosos atrapados dentro de contenedores invisibles. Unas cuantas gotas son suficientes para detener el paso del tiempo en nuestros cuerpos.

A estos pequeñines los tratamos con infinita ternura, pues nuestro principal remedio sale de las tiernas lágrimas de las almas de estos infantes. Es una pelea en la que siempre les ganamos a sus ángeles protectores, porque los engañamos, más bien los engatusamos colocando alrededor de la mesa ágatas, ámbares e imanes. Los ángeles de la guarda se mantienen alejados, tienden a quedarse en un estado catatónico, durante la operación producen un sonido de angustia que suelen olvidar cuando el niño regresa a los brazos de su madre.

—Madre, hay que remplazar las veladoras del altar de la abuela.

El procedimiento para curar el empacho es relativamente sencillo, empieza con un masaje en la panza con el pan puerco, el cual solo sirve para suavizar el pegamento que une el alma con la carne. Cuando jalamos el pellejo de la espalda es el instante que aprovechamos y despegamos la tierna alma de los infantes, entonces empieza un sollozo profundo seguido de unas copiosas lágrimas. Aquí es donde todavía me falla, aquí es donde Cruz, por sus largos años en el oficio, me lleva mucha experiencia. Ella reconoce el tipo de llanto, sabe distinguir el de vergüenza, ira, miedo, hostilidad, repugnancia, sorpresa, para transmutarlos a su antojo y luego convertirlos en el polvo que guardamos en los frascos de colores.

El alma de las niñas tiene una delicadeza llena de virtudes, por eso llenamos los frascos pequeños con su esencia; por el contrario, la rudeza rebelde e inquieta de los niños sirve para llenar los frascos grandes.

Para volver a pegar el alma desprendida, rociamos té de rosa de castilla al volátil espíritu, ponemos unas gotas en la boca infantil, y milagrosamente logramos revertir este proceso anómalo de la naturaleza. No sabemos qué pasaría si nos excedemos de tiempo, tal vez crearíamos pequeños zombis. Por eso es importante el tiempo, y las campanadas de nuestro viejo reloj de pared nos dan la duración exacta. Son solo doce golpes de badajo que nos taladran el cerebro. Solo es un poco de dolor que desaparece con unas gotas tomadas directamente de la fuente.

Los niños se ven igual hasta los once años pues conservan integra su alma buena, pero hemos notado algo en los niños que tocamos, la pierden completamente o en partes, pero finalmente la pierden para siempre. Sabemos que algunos mueren antes de su hora, por accidente o por enfermedad, pero todos sin excepción regresan a nuestra casa, por lo que tenemos que ahuyentarlos. Esto lo hacemos, aventándoles sal de mar a los vivos y azúcar moscabada a los muertos. Sabemos que regresan por lo que han perdido. El problema es que nunca se los vamos a devolver.

—Cristina, cierra la puerta y las ventanas, el cielo se está oscureciendo, hoy lloverá más temprano.

—Lo estoy haciendo madre, no salgas o te vas a enfermar. Cubre las jaulas de los pájaros.

—La ropa, Cristina, la ropa.

Mi madre quedó muda desde la muerte de mi padre, posiblemente el remordimiento no la deja en paz. Estoy para cuidarla hasta que muera. No sé si será pronto. Estoy tan acostumbrada a vivir con ella que solo con ver sus gestos y miradas sé lo que tengo que hacer.

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