Con la mochila al hombro
Hay que viajar
ligeros, sin la carga de la pesada muda, con poco dinero, con la sonrisa como
única vestimenta; ese ligero y suave movimiento de boca que suele abrir
corazones. Caminado o en bicicleta, el medio de transporte no importa. Sin
prisa, arribarás al primer poblado, buscando el mercado y los aromas del café
recién hecho. Te recibirán los primeros sazones de la sal y la pimienta con los
trozos de carne, en ese breve instante, cuando pruebas el primer bocado
comulgaras con la tierra en un festín de sabores tan entrañables como el amor.
El torrencial ruido de los comensales y vendedores te parecerá una opereta que
inundara tu alma y estómago. Sigues tu camino, y sentirás de repente el sublime
deseo de bañarte, sacudirte el polvo y remojar el cansancio en el Atlántico.
Terminarás el día y conocerás el alojamiento más fantástico del mundo, puede
ser el mullido césped o la suave arena, incluso la banca de algún parque,
protegido por un techo estrellado, la cual se ensanchara al ritmo de tu
respiración. Solo entonces tu chaqueta deshilachada, tus zapatos viejos se
adormilaran junto a ti para caer en el dulce y pesado sueño de los vagabundos.
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