lunes, 21 de agosto de 2017

La costurera

El cuarto era estrecho, sofocante, como el hueco de un árbol petrificado. Una pequeña luz colgaba del techo, blanca e intermitente como los sueños de los justos. Estaba cosiendo y sus manos temblaban mientras alisaba la tela. El sonido de la maquina de coser susurraba, imperturbable, la misma conversación, para que no estuviera tan sola delirando tristes monólogos. Movía la boca, envejecida, parecía que estaba contando las veces que el hilo entraba y salía de la tela. Estaba muerto. Lloraba a gritos, a gritos en su cara y tomando sus manos frías, tiesas, de aquel cuerpo que solo la miraba. Lo quería de vuelta, no se conformaba con su muerte, no soportaba el abandono. Pero no sabía si era dolor o costumbre aprendida. Su esposo había regresado, sucio, con olor a tierra agusanada, todavía con moho entre los dientes. Con esa misma suciedad en la boca la besó para agradecerle la devoción de sus rezos. La besaba mientras la llevaba a la cama. Cerró los ojos mientras la desnudaba, trató de rechazarlo con ternura, pero la mujer, abnegada, cedió, ajena a toda voluntad, ante el reclamo del esposo y del cielo que se lo regresaba. Pensaba que no todos los monstruos eran tan repugnantes. Trataba inútilmente de enhebrase a su nueva vida. Era tan doloroso como el pinchazo de una aguja. Pero él seguía con la atención distraída, silencioso, con esa mirada fija, perdida por completo en otra cosa, como un ángel enfermo. A tres días de su muerte él regreso para quedarse a su lado. Ella dejó de ir a la iglesia, pues vagamente comprendía el milagro sucedido. Muy a su pesar, dejó de inclinarse ante las dolorosas imágenes. Se le habían olvidado las viejas oraciones, las que con tanto fervor rezaba. Nunca más se persignaría ni confesaría. Dejaría de ser una alma buena, solo así podría, con el tiempo, tener un poco de paz.

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