martes, 21 de octubre de 2014

Ciudades eclipsadas

Una mancha apareció en el cielo, fue un punto negro que eclipsó la claridad del día. El sol reflejó una sombra que cubrió a la ciudad por completo. Tal vez, sí solamente, hubiera aparecido en esta urbe, se habría considerado un fenómeno producido por la inmundicia de los países del tercer mundo. Pero la misma rareza se presentó en todas las grandes ciudades: México, Barcelona, Madrid, Chicago, Bogotá, Nueva York, París, Londres, Managua, Tokio, por sólo nombrar algunas. Era una sombra cilíndrica que iba creciendo y devorando centímetro a centímetro el concreto y la vida. La antigua algarabía de luces y sonidos artificiales se apagaba ante un corrosivo silencio.

Los gobiernos enviaron a sus mejores científicos para estudiar la extraña anormalidad, pero éstos desaparecieron al entrar a la lobreguez de las sombras, que más bien parecía una pecera sucia, donde hombres y mujeres desnudos deambulaban con ojos desorbitados. Al principio golpeaban las paredes invisibles tratando de escapar, pero cada intento resultaba tan violento que terminaban con el cuerpo despedazado. Los militares trataron de bombardearlos con todo tipo de armamento; «no me imaginaba todas las armas acumuladas en lugares secretos, esperando a ser desempolvadas para gritar alaridos de muerte». Aun así no pasaba nada, se perdían en la nada donde la nada se tragaba todo como un hoyo negro.

Muchos fueron atraídos por la curiosidad y el morbo; cuando todo inició, había una barricada de militares y policías, quienes atraídos por las imágenes fantasmales del vivero oscuro desparecían dejando solitarias las tanquetas y patrullas. Por eso dejaron de vigilar y luego nadie lo quiso hacer, entonces la gente fue cada fin de semana —como si se tratara de un espectáculo de vodevil—. Incluso, algunos jóvenes hacían apuestas para entrar y salir antes de que la oscuridad los atrapara. Pero nadie pudo regresar para disfrutar nuevamente los días soleados. Todos perdieron la apuesta. Incluso los criminales estuvieron, un tiempo, tirando en ese lugar los cuerpos como si se tratara de un depósito mortuorio.

Las congregaciones religiosas rezaban oraciones acompañadas de letanías apocalípticas, extraños monólogos que hablaban de trompetas y sellos, pero no hubo terremotos ni los muertos se levantaron para pedir clemencia a algún inmortal dios, simplemente cualquier persona que entrara a la sombra se perdía como una silueta, la cual se iba degradado a cada paso. Falsos profetas trataron de timar a la gente, pero una especie de apatía y resignación contagiaba hasta el más vehemente charlatán. Los templos quedaron vacíos, al igual que las sinagogas y mezquitas. Hasta los ídolos paganos no lograron pasar la prueba de fe. A pesar de los sacrificios y rituales que ofrecieron a las deidades de piedra.

Los edificios dentro de las ciudades oscuras empezaron a agrietarse y con el tiempo a convertirse en polvo, los parajes se volvieron desolados, mientras cuerpos despojados caminaban y chocaban entre ellos. Unas diminutas hormigas devoraban sistemáticamente cada milímetro de piel. Algunos tomaron varas y empezaron a azotarse para limpiar sus culpas, pero de nada servía, cada gota de sangre —atrapada por el miedo y el polvo—, alborotaba la sed de otras criaturas, también pequeñas, pero de dientes tan afilados que devoraban pedazos de piel junto con los necrófagos himenópteros. Los hombres trataban de caminar erguidos pero el peso, de las diferentes criaturas, les abrumaba como solidas lozas, al poco tiempo empezaban a encorvarse y después reptaban con las rodillas desechas, hasta que su cuerpo caía derrotado al piso convertido en una masa nauseabunda de piel y huesos, pero sutilmente protegidos bajo el manto de los voraces caníbales. Entonces era difícil encontrar la muerte, por más que lo intentaran.

Del otro lado del velo y la bruma, las cosas no eran diferentes, debido a que si por alguna razón te quedabas como hipnotizado mirando el horrible espectáculo y no te dabas cuenta del retroceso miedoso de la luz, podías caer irremediablemente dentro del oscuro pozo. Nada sobrevivía dentro de las profundidades de la lóbrega oquedad. Los árboles al principio resistieron pero al carecer de la calidez del sol, empezaron a morir silenciosamente para terminar con una agonía salvaje; agitaban las ramas frenéticamente con estertores vivos, algunos rompieron sus ataduras del concreto como si trataran de salir corriendo, pero al primer paso de la loca carrera, caían de bruces en medio de las calles desiertas.

Los automóviles a las pocas semanas eran poco menos que chatarras, la oxidación creaba rojos venecianos que servían como caminos hacia ningún destino. Todo se convertía en polvo y nuevas criaturas eran moldeadas artesanalmente, cabezas enormes en cuerpos diminutos nacían todos los días, algunos seres se adaptaban otros se desvanecían con fulgores dementes junto con la brisa de la tarde. Las ciudades con sus millones de habitantes alimentaron por largo tiempo a estos demonios, la mayoría había sucumbido completamente. Cuando la dura sombra desaparecía, enormes extensiones de terreno yacían helados y muertos.

Muchos se congregaron en comunas en medio de bosques, selvas y serranías. Trataron de llevar una vida de asceta creyendo que alcanzarían la salvación, la culpa nada tenía que ver con este fin del mundo, por lo que el arrepentimiento era un efímero espacio de paz mental que, en las noches se rompía para entregarse a frenéticas orgías comunales. Por lo que pronto empezaron a enfermarse y a contagiarse de mutuo acuerdo. No importaba, en absoluto, si la enfermedad era venérea y terminal, no había medicina ni hospitales ni doctores que pudieran mitigar los dolores. Los pocos que no perdían la cordura cavaban sus propias tumbas y se dejaban enterrar todavía vivos.

Las ciudades eclipsadas iban en aumento, ni las más pequeñas se salvaron, miles de personas se escondieron dentro de sus casas, en los poblados con viviendas hechas de cartón, piedra, madera, paja y hielo resistieron menos que las ciudades. Aquí otro tipo de fagos virulentos carcomían la carne de los hombres y mujeres. Pequeños cuerpos con un filamento delgado como una aguja microscópica inoculaban decenas de huevecillos. Luego, una especie de insomnio convirtió a la mutilada humanidad en figuras simiescas; caminaban ondulantes entre la realidad y el delirio. Un largo sollozo escondió las tristezas ingrávidas de las almas cegadas. Un muro de llanto cubría el naufragio del hombre en la tierra.

¿Cuánto tiempo sobreviviríamos? No conocía la respuesta, con los ojos cerrados y con el corazón empavorecido logré escapar dejando atrás familia y amigos. Alguien nos había sentenciado sin juicios ni explicaciones. Solamente nos dábamos cuenta que huéspedes invisibles llegaban junto con la oscuridad. Por breves momentos sentí su aliento nauseabundo de pozos abandonados. Luego la tristeza nos envolvía mientras una terrible resignación nos acogía con tentáculos asfixiantes. Nunca miré hacia atrás, enloquecido corrí hasta salir ileso de la doliente negrura. Fui el único sobreviviente en medio de la soledad y la devastación.

Nunca más habría ni cruces ni mausoleos. Los pocos sobrevivientes de otros poblados nos juntamos y recorrimos antiguos caminos rurales, sendas y cortafuegos, vimos con ojos extraviados todas las ciudades cubiertas por la mácula tenebrosa. Pequeños eclipses que aparecían y carcomían todo a su paso para luego desaparecer. Nos volvimos nómadas y durante días seguimos a las aves silvestres, éstas localizaban estanques de agua lejos de las poblaciones, algunas veces hervíamos el cristalino líquido, otras  veces bebíamos metiendo la cabeza hasta casi asfixiarnos. Teníamos pocas ganas de pelear entre nosotros, nuestra ropa estaba hecha jirones, incluso las pocas veces que desaparecíamos para amarnos; lo hacíamos de prisa y con angustia.

El tiempo corría inexorable y cada día veíamos menos gente, podíamos vagar por meses enteros sin encontrar alguna alma viviente. Varias veces encontramos a las criaturas de la oscuridad, éstas escapaban por breves lapsos de tiempo de su prisión negra, parecían enterradores de infernales pupilas, se habían convertido en hombrecillos calvos de garras afiladas. Ellos olían nuestra carne condenada, la cual servía como pasto para su hambre eterna.

Empezamos a procrear nuevos niños pero eran diferentes a nosotros; tenían la piel ceniza y los ojos saltones, nacían llenos de grueso pelaje. Nunca lloraban y al empezar a caminar se unían a sus semejantes. Parecían monstruos llenos de malicia; pero éramos incapaces de asesinarlos, después de todo nosotros les habíamos dado la vida. Tal vez fue el agua contaminada que bebíamos o la escasa comida o el miedo acumulado o la ingenuidad y la cobardía por mantenernos vivos. Una cosa era cierta; estábamos procreando hijos espantosos. En poco tiempo estábamos llenos de vástagos cada vez más fuertes, feos y agresivos.

Una nueva especie nos estaba desplazando lentamente hacía los rincones menos explorados del mundo. Habíamos migrado de un lado a otro antes de encontrar un refugio permanente. No había marcha atrás, nuestras oraciones hacía tiempo se habían convertido en polvo, y sencillamente vivíamos al borde de la extinción. Ni Dante hubiera imaginado un sitio así. No pasamos por las llamas del infierno, realmente no fue necesario: el castigo fue mucho más severo. La tierra se convirtió, en pocos años, en costras oscuras de congeladas llanuras. La oscuridad llegó con plagas más aterradoras que las descritas en el Apocalipsis. La limpieza se había realizado y solamente quedamos un reducido grupo de humanos diezmados.

Una tarde, el crepúsculo se pintó de un color rojo intenso, al igual que los ojos de nuestros pequeños herederos, unas afiladas uñas aparecieron en sus pequeños dedos, los dientes punzantes sangraban sus delicadas encías. Nos rodearon con pasos sigilosos de fantasma. No hubo ninguna advertencia, una raza mucho más primitiva iba a gobernar la tierra, posiblemente lucharían contra los seres oscuros. Eso ya no lo sabríamos nunca. —Fuimos un digno banquete para los nuevos gobernantes del mundo—.

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