viernes, 9 de mayo de 2014

Marcos

Nunca entendí porque le apodaban “el loco”. Marcos siempre quiso volar para elevarse en el aire como un globo. Una noche soñó que un suave viento lo llevaba lejos de su casa, más allá del cielo azul en donde no pudiese alcanzarlo la furia de su padre. Marcos nunca estuvo quieto, se le veía saltando o jugando pelota por toda la vecindad. Sus zapatos sucios de tierra al igual que su ropa le daban una apariencia de descuido, pero a los ocho años, un poco de suciedad no te quita la inocencia.   

La primera vez que voló, con paso firme y decidido subió hasta la azotea, alzó los brazos y se arrojó al vacío. —En mis pesadillas revivo el ulular de la ambulancia, los lamentos de desesperación, las reprimendas, luego el silencio—. Después de la cirugía, se la pasaba encerrado en su casa. No pudo salir por días, el yeso cubría la mayor parte de su cuerpo, pero no por eso dejó de reírse de sí mismo. —Recuerdo que le regalé un libro para leer, mas nunca pudimos terminarlo, debido a que fuertes dolores de cabeza lo atacaban de pronto—. Entonces, un día empezó a escuchar voces que le susurraban cosas locas, según dijo él, sus asustados padres terminaron por amarrarlo a una silla.
Cada vez que llegaba a visitarlo me suplicaba que lo soltara para ir a jugar. Nunca perdió la sonrisa aun en sus días de mayores crisis. Cuando estaba libre se azotaba en el suelo, los cuchicheos en la cabeza lo volvían loco. Si bien lograba por momentos signos de cordura, la mayor parte del tiempo estaba fuera de este mundo. Su madre, en verano, lo dejaba libre bajo la lluvia. Marcos simulando un naufragio pedía un par de remos, no quería estar a la deriva, trataba a toda costa llegar a la orilla de una playa imaginaria. No sabía nadar y una terrible angustia se apoderaba de él.
Finalmente logró convencer a alguien para que lo desatara, —siempre me han culpado a mí; no lo sé, no lo recuerdo—. Marcos solía ser muy  convincente cuando se lo proponía. Momentos después lo vimos dirigirse nuevamente a la azotea: rodeó los tinacos, brincó los tragaluces, se columpió en los tendederos, tomó una toalla que se puso de capa, se paró por encima del borde, cerró los ojos…

Necrofilia

No podemos escapar de lo que somos. Es mi tercer cigarrillo, la segunda copa y la música triste de este lúgubre bar me hunden en la depresión. Aquí todos tienen la cara reflejada en el vaso, seres derrotados que al igual que yo, deambulan horas enteras antes de emprender el regreso a casa: a la rutina de silencios, frustraciones, reproches y ausencias. Fumo el último cigarro mientras pido la cuenta. Una mujer redonda me aborda, sin rodeos, trata de venderme paraísos empacados en breves horas, en algún momento, mi soledad la toma de la mano y subimos a una de las habitaciones de este viejo hotel. Nuestros besos rompen el silencio sepulcral de los pasillos enfermos de manchas y ulceras. Cierro la puerta, ella se desnuda despacio dejando un sendero fosforescente de ropa mutilada, el cual sigo con obediencia ciega, dejo que mis ojos la vean infinidad de veces; mis dedos torpes, se detienen en cada pliegue de su piel. Ella toma mis manos entre las suyas, las acerca a su pecho, recorren el camino a sus caderas, siento la tibieza de las piernas, las abro con fuerza y me sumerjo en el espacio que su cuerpo tiene reservado para mí.

Su lástima me lacera, antes de penetrar su cuerpo vacié mis deseos junto con una infinidad de disculpas, ella trata de consolarme, pero en la comisura de sus labios se dibuja una mueca de fastidio. No puedo evitar que la ira en un segundo me ciegue. Miro con horror la imagen conocida, su risa burlona aplasta la poca estima que me queda, las palabras, cargadas de cruel ironía se estrellan una y otra vez en mi virilidad derrotada. Siento como el rencor golpea mi sangre, un impulso asesino lleva mis manos hacia su rostro, segundos después mis dedos sofocan sus gritos ahogados. Salgo de prisa, la culpa me juzga con demencial fuerza, los bordes de mi cordura están a punto de reventar. Con un cigarrillo logro controlar la ansiedad que me ataca. Nadie se da cuenta de lo que ocurre en aquella habitación, el temporal ha arreciado, los truenos y el granizo apagan cualquier ruido, el agua golpea con inclemencia las ventanas de madera podrida, éstas resisten las embestidas sin ceder un centímetro. Me quedo quieto hasta que termina la tempestad.

No tengo conciencia del tiempo, regreso a la habitación. Ella me espera quieta, impávida, en sus mejillas aparece un ligero rubor, la soledad se interrumpe con mi risa estúpida, aún conserva intacta su belleza, la palidez le proporciona un aura angelical, un calor mórbido da vida a un pequeño que se asoma tímido, me desnudo, con calma arrojo la ropa a un lado de la cama, mi cuerpo siente la frialdad de la muerte, pero la excitación es tal, que la penetro con una firmeza inusual, la rigidez no alcanza a secar la humedad de su sexo, al mismo tiempo susurro en sus oídos todas las ofensas del mundo, muerdo sus labios y un hilo de sangre resbala hacia su cuello, cada gota que bebo me llena de una vitalidad desconocida, acaricio todo su cuerpo con vehemencia. En la penumbra miro como sus negros cabellos se extienden sobre la almohada, su rostro amarillo ilumina la macabra escena, mientras sus formas se distinguen morbosas debajo de mí, finalmente puedo descargar toda la pasión contenida por años de castración.

Mi esposa me espera, ni un beso, un gruñido es toda su respuesta, una cucaracha pasea alrededor de la cena fría. Me visto con la misma pijama, en la sala enciendo un cigarro, lo fumo despacio, el humo lo inhalo profundamente. En la cama busco a mi mujer, ésta me rechaza con rabia. Ella grita con esa voz aguda, chillona, me golpea con el puño cerrado, sólo atino a levantar los brazos para cubrir mi cobardía. Bajo la cabeza y veo la imagen de la prostituta que deje tendida en ese hotel, siento nuevamente la rigidez de su cuerpo desnudo. Tomo valor y a mi mujer del cuello, aprieto hasta sentir como la vida se le escapa, no puede gritar, sus ojos reflejan asombro y los míos una pasión enfermiza. La desnudo mientras le platico de mi día de trabajo, de los cigarros que fume, de las copas que bebí y de la mujer con la fui feliz esta noche. Por primera vez me escucho, sin quejas, ni el más mínimo reproche. Espero hasta que su cuerpo este lo suficientemente frío, veo con horror, que en sus labios se dibuja una risa burlona, me llevo las manos hacia mi entrepierna, gruesas gotas resbalan, – ¡maldita! –, grito enloquecido, ­– ¡después de muerta me sigues humillando! –.

Lloro de rabia, la volteo boca abajo, palpo sus nalgas, marco con mis dientes mi nombre. El caído se levanta de nuevo, le urge entrar pero una puerta de vello áspero y grueso se lo impide. Uso los dedos como llaves, una pequeña abertura cede y me apresto para el asalto. Lento en ese mar de espinas se sumerjo, de pronto una humedad pegajosa moja las sabanas, un color rojo tiñe mi miembro por lo que los mismos espasmos me hacen llegar al final antes de empezar. No lo creo, es un maldito chiste del que no puedo escapar, golpeo con los puños cerrados sus glúteos. Un último intento, mientras pienso la forma de hacerlo  la coloco boca arriba, sus ojos se abren y me miran con desprecio, con el olor a sangre enloquezco. Una mano fría roza mi miembro, lo siento crecer rápidamente, sin pensarlo lo clavo en la herida abierta, apenas empiezo a moverme cuando su vagina se estrecha, mi miembro sigue creciendo. No logro zafarme del abrazo húmedo, no hay espacio para moverse, en tanto un dolor recorre mi espina, grito mientras me suelto de la prisión mortal. Miro con desesperación mis partes íntimas, algo falta, un par de testículos cuelgan desolados.