La espiral del humo
Somos
pobres e indefensas criaturas, con un destino nefasto, gozando la primera
inhalación de la mañana que, con delicado ardor, inflama nuestro pecho. Dentro
de un cilindro de papel se encuentra la sobrenatural sustancia, la cual es capaz
de incendiarnos los labios con ardoroso beso, aunque signifique la pronta
muerte de este plano terrenal. El primer resplandor puede verse a través del
brillo apagado de nuestros ojos hinchados.
Aspirar
el denso humo produce un placer orgiástico. Dentro de los pulmones, una capa de
hollín libera una sensación de dolor y bienestar. En cada bocanada nos
convertimos en esclavos. El yugo crece exponencialmente hasta aletargar nuestro
espíritu transfigurado mientras el cuerpo cae en un sueño profundo. En un
instante el goce es supremo, el pulso se detiene y la sangre invierte su flujo,
no podemos evitar que una emanación levante nuestros pies del suelo. Se puede
decir que estamos sutilmente drogados.
Elaborar
un cigarro es una tarea simple pero dentro de su sencillez se esconde la
impiedad de los demonios. Pequeños entes de humo cubiertos con máscaras de
papel poroso; inofensivas medusas capaces de arrastrarte a un profundo pozo.
Donde diminutos brazos nos arrastran hasta el fondo en una vorágine de falsa felicidad.
Nuestro
rostro, alguna vez maravilloso, parece haberse perdido en el olvido. Hoy luce
amarillo, pálido y desgajado. Desaparece de los ojos cualquier tipo de
expresión, vemos sin ver, somos felices poseedores de una mirada fría e
inanimada. En cada movimiento, nuestros pasos son torpes e irregulares, tosemos
en cada esquina una parte de nosotros con flemática pasividad. No podemos
contener la respiración porque nos calcinaríamos en la siguiente sensación de
excitación nerviosa.
Cuando
finalmente exhalamos, un vapor espeso formará un espiral de tonalidades grises.
Seguimos el ascenso con la boca abierta, embriagados por el cálido hálito de la
muerte. Entonces ardientes gotas de sangre circulan desde lo más profundo del
corazón. Quien lleno de espanto, muchas veces horrorizado, nos presagia un fatídico
destino. Sin frivolidad, el nauseabundo humo alarga sus trasparentes garras
para apoderarse de nuestro agónico suspiro.
Todos
los rincones están vedados, por lo que ante la prohibición y poseídos por el
delirio del tabaco, salimos corriendo de la ciudad para morir lentamente en el
exilio. Ahí buscamos lugares, con puertas y ventanas cerradas, para continuar
succionando y expulsando nubes de alquitrán. Disfrutamos del vicio hasta que la
colilla abrasa nuestros dedos marchitos. Entonces, encolerizados arrojamos los
restos para pisarlos con monótona lujuria, pero arrepentidos por el sacrílego
acto nos apresura a encender el siguiente cigarro. No podemos negar que estamos
ubicados al borde del precipicio.
No
es fácil escapar del humo porque siempre inicia y regresa al mismo punto.
Estamos atrapados por la nicotina, la cual engendra extrañas manías y
presentimientos oscuros. Nosotros los fumadores, somos cadáveres convertidos en
chimeneas, pero con la paciencia infinita para fabricar pulmones ennegrecidos
que, con igual resignación, esperan ser mutilados de una forma espantosa. Carnicería
piadosa para quitar la demoníaca e insoportable carga. Pero mientras ese
momento llega y con el fin de lograr que el enfermo se arrepienta. Imploraré
con voz cancerosa: ¡alguien tiene un cigarro!