Ciudades eclipsadas
Una mancha apareció en el cielo, fue
un punto negro que eclipsó la claridad del día. El sol reflejó una sombra que
cubrió a la ciudad por completo. Tal vez, sí solamente, hubiera aparecido en
esta urbe, se habría considerado un fenómeno producido por la inmundicia de los
países del tercer mundo. Pero la misma rareza se presentó en todas las grandes
ciudades: México, Barcelona, Madrid, Chicago, Bogotá, Nueva York, París,
Londres, Managua, Tokio, por sólo nombrar algunas. Era una sombra cilíndrica
que iba creciendo y devorando centímetro a centímetro el concreto y la vida. La
antigua algarabía de luces y sonidos artificiales se apagaba ante un corrosivo
silencio.
Los gobiernos enviaron a sus mejores científicos
para estudiar la extraña anormalidad, pero éstos desaparecieron al entrar a la lobreguez
de las sombras, que más bien parecía una pecera sucia, donde hombres y mujeres
desnudos deambulaban con ojos desorbitados. Al principio golpeaban las paredes
invisibles tratando de escapar, pero cada intento resultaba tan violento que
terminaban con el cuerpo despedazado. Los militares trataron de bombardearlos
con todo tipo de armamento; «no me imaginaba todas las armas acumuladas en
lugares secretos, esperando a ser desempolvadas para gritar alaridos de muerte».
Aun así no pasaba nada, se perdían en la nada donde la nada se tragaba todo
como un hoyo negro.
Muchos fueron atraídos por la
curiosidad y el morbo; cuando todo inició, había una barricada de militares y
policías, quienes atraídos por las imágenes fantasmales del vivero oscuro
desparecían dejando solitarias las tanquetas y patrullas. Por eso dejaron de
vigilar y luego nadie lo quiso hacer, entonces la gente fue cada fin de semana
—como si se tratara de un espectáculo de vodevil—. Incluso, algunos jóvenes
hacían apuestas para entrar y salir antes de que la oscuridad los atrapara. Pero
nadie pudo regresar para disfrutar nuevamente los días soleados. Todos
perdieron la apuesta. Incluso los criminales estuvieron, un tiempo, tirando en
ese lugar los cuerpos como si se tratara de un depósito mortuorio.
Las congregaciones religiosas rezaban
oraciones acompañadas de letanías apocalípticas, extraños monólogos que hablaban
de trompetas y sellos, pero no hubo terremotos ni los muertos se levantaron
para pedir clemencia a algún inmortal dios, simplemente cualquier persona que
entrara a la sombra se perdía como una silueta, la cual se iba degradado a cada
paso. Falsos profetas trataron de timar a la gente, pero una especie de apatía
y resignación contagiaba hasta el más vehemente charlatán. Los templos quedaron
vacíos, al igual que las sinagogas y mezquitas. Hasta los ídolos paganos no
lograron pasar la prueba de fe. A pesar de los sacrificios y rituales que ofrecieron
a las deidades de piedra.
Los edificios dentro de las ciudades
oscuras empezaron a agrietarse y con el tiempo a convertirse en polvo, los
parajes se volvieron desolados, mientras cuerpos despojados caminaban y
chocaban entre ellos. Unas diminutas hormigas devoraban sistemáticamente cada
milímetro de piel. Algunos tomaron varas y empezaron a azotarse para limpiar
sus culpas, pero de nada servía, cada gota de sangre —atrapada por el miedo y
el polvo—, alborotaba la sed de otras criaturas, también pequeñas, pero de
dientes tan afilados que devoraban pedazos de piel junto con los necrófagos himenópteros.
Los hombres trataban de caminar erguidos pero el peso, de las diferentes
criaturas, les abrumaba como solidas lozas, al poco tiempo empezaban a
encorvarse y después reptaban con las rodillas desechas, hasta que su cuerpo
caía derrotado al piso convertido en una masa nauseabunda de piel y huesos, pero
sutilmente protegidos bajo el manto de los voraces caníbales. Entonces era
difícil encontrar la muerte, por más que lo intentaran.
Del otro lado del velo y la bruma,
las cosas no eran diferentes, debido a que si por alguna razón te quedabas como
hipnotizado mirando el horrible espectáculo y no te dabas cuenta del retroceso
miedoso de la luz, podías caer irremediablemente dentro del oscuro pozo. Nada
sobrevivía dentro de las profundidades de la lóbrega oquedad. Los árboles al
principio resistieron pero al carecer de la calidez del sol, empezaron a morir
silenciosamente para terminar con una agonía salvaje; agitaban las ramas frenéticamente
con estertores vivos, algunos rompieron sus ataduras del concreto como si
trataran de salir corriendo, pero al primer paso de la loca carrera, caían de
bruces en medio de las calles desiertas.
Los automóviles a las pocas semanas
eran poco menos que chatarras, la oxidación creaba rojos venecianos que servían
como caminos hacia ningún destino. Todo se convertía en polvo y nuevas
criaturas eran moldeadas artesanalmente, cabezas enormes en cuerpos diminutos nacían
todos los días, algunos seres se adaptaban otros se desvanecían con fulgores
dementes junto con la brisa de la tarde. Las ciudades con sus millones de
habitantes alimentaron por largo tiempo a estos demonios, la mayoría había
sucumbido completamente. Cuando la dura sombra desaparecía, enormes extensiones
de terreno yacían helados y muertos.
Muchos se congregaron en comunas en
medio de bosques, selvas y serranías. Trataron de llevar una vida de asceta
creyendo que alcanzarían la salvación, la culpa nada tenía que ver con este fin
del mundo, por lo que el arrepentimiento era un efímero espacio de paz mental
que, en las noches se rompía para entregarse a frenéticas orgías comunales. Por
lo que pronto empezaron a enfermarse y a contagiarse de mutuo acuerdo. No
importaba, en absoluto, si la enfermedad era venérea y terminal, no había
medicina ni hospitales ni doctores que pudieran mitigar los dolores. Los pocos
que no perdían la cordura cavaban sus propias tumbas y se dejaban enterrar
todavía vivos.
Las ciudades eclipsadas iban en
aumento, ni las más pequeñas se salvaron, miles de personas se escondieron
dentro de sus casas, en los poblados con viviendas hechas de cartón, piedra,
madera, paja y hielo resistieron menos que las ciudades. Aquí otro tipo de
fagos virulentos carcomían la carne de los hombres y mujeres. Pequeños cuerpos
con un filamento delgado como una aguja microscópica inoculaban decenas de
huevecillos. Luego, una especie de insomnio convirtió a la mutilada humanidad
en figuras simiescas; caminaban ondulantes entre la realidad y el delirio. Un
largo sollozo escondió las tristezas ingrávidas de las almas cegadas. Un muro
de llanto cubría el naufragio del hombre en la tierra.
¿Cuánto tiempo sobreviviríamos? No
conocía la respuesta, con los ojos cerrados y con el corazón empavorecido logré
escapar dejando atrás familia y amigos. Alguien nos había sentenciado sin juicios
ni explicaciones. Solamente nos dábamos cuenta que huéspedes invisibles
llegaban junto con la oscuridad. Por breves momentos sentí su aliento
nauseabundo de pozos abandonados. Luego la tristeza nos envolvía mientras una
terrible resignación nos acogía con tentáculos asfixiantes. Nunca miré hacia
atrás, enloquecido corrí hasta salir ileso de la doliente negrura. Fui el único
sobreviviente en medio de la soledad y la devastación.
Nunca más habría ni cruces ni
mausoleos. Los pocos sobrevivientes de otros poblados nos juntamos y recorrimos
antiguos caminos rurales, sendas y cortafuegos, vimos con ojos extraviados
todas las ciudades cubiertas por la mácula tenebrosa. Pequeños eclipses que
aparecían y carcomían todo a su paso para luego desaparecer. Nos volvimos
nómadas y durante días seguimos a las aves silvestres, éstas localizaban
estanques de agua lejos de las poblaciones, algunas veces hervíamos el
cristalino líquido, otras veces bebíamos
metiendo la cabeza hasta casi asfixiarnos. Teníamos pocas ganas de pelear entre
nosotros, nuestra ropa estaba hecha jirones, incluso las pocas veces que
desaparecíamos para amarnos; lo hacíamos de prisa y con angustia.
El tiempo corría inexorable y cada
día veíamos menos gente, podíamos vagar por meses enteros sin encontrar alguna
alma viviente. Varias veces encontramos a las criaturas de la oscuridad, éstas
escapaban por breves lapsos de tiempo de su prisión negra, parecían enterradores
de infernales pupilas, se habían convertido en hombrecillos calvos de garras
afiladas. Ellos olían nuestra carne condenada, la cual servía como pasto para
su hambre eterna.
Empezamos a procrear nuevos niños
pero eran diferentes a nosotros; tenían la piel ceniza y los ojos saltones,
nacían llenos de grueso pelaje. Nunca lloraban y al empezar a caminar se unían
a sus semejantes. Parecían monstruos llenos de malicia; pero éramos incapaces
de asesinarlos, después de todo nosotros les habíamos dado la vida. Tal vez fue
el agua contaminada que bebíamos o la escasa comida o el miedo acumulado o la
ingenuidad y la cobardía por mantenernos vivos. Una cosa era cierta; estábamos
procreando hijos espantosos. En poco tiempo estábamos llenos de vástagos cada
vez más fuertes, feos y agresivos.
Una nueva especie nos estaba
desplazando lentamente hacía los rincones menos explorados del mundo. Habíamos
migrado de un lado a otro antes de encontrar un refugio permanente. No había
marcha atrás, nuestras oraciones hacía tiempo se habían convertido en polvo, y
sencillamente vivíamos al borde de la extinción. Ni Dante hubiera imaginado un
sitio así. No pasamos por las llamas del infierno, realmente no fue necesario:
el castigo fue mucho más severo. La tierra se convirtió, en pocos años, en costras
oscuras de congeladas llanuras. La oscuridad llegó con plagas más aterradoras
que las descritas en el Apocalipsis.
La limpieza se había realizado y solamente quedamos un reducido grupo de
humanos diezmados.