miércoles, 27 de abril de 2016

El amor



El amor produce un gran alboroto cada vez que aparece. Es como un sobreviviente a diluvios, terremotos y glaciaciones, a todo tipo de desastre natural, Se mantiene vivo con frivolidad de razones, pero es espontáneo, es el más natural y libre de la historia del espíritu. Carece de leyes naturales que pudiesen irremediablemente atarlo a la tierra. Es un sentimiento cuya irresistible virginidad florece en cada estación. Amamos como si fuéramos inmortales. Sin embargo, tiende a debilitarse por lo que debe apuntalarse constantemente pues, a pesar de su fuerza, tiene un andamiaje frágil. Cierto, puede volverse a construir, de tantos males imaginarios, con mayor cohesión y tenacidad inquebrantable. Pero cuando caes enamorado toda prevención es inútil, olvidas los prejuicios y por curiosidad, sencillamente, olvidas las querellas y te hundes al fatalismo del amor.

El antro



El antro era mucho más estrecho de lo que parecía. En el momento de poner un pie una sensación claustrofóbica surge como reclamo. Los paisajes tratan inútilmente de compensar la ausencia de espacio. El lugar tiene un aliento cálido propiciado por conversaciones ebrias y los vapores impregnados de los cigarros. Es un desafío estival permanecer más tiempo del debido, pero me gusta saborear las cosas en la oscuridad. Saborear el aroma malsano es como un bálsamo para un oficinista. Por eso, entre las parejas apretujadas, pedí, casi a gritos, dos cervezas bien heladas.

lunes, 4 de abril de 2016

Los caballos



Entran a la pista con la elegante farsa del conquistador. El sonido del látigo apresura el trote y la recompensa por la solemne entrada. Los caballos repiten, una y otra vez, la ida y la vuelta levantando con orgullo el pecho brioso. Agitan las crines adornadas con listones multicolores y agachan las cabezas coronadas de plumas rosadas. Pero el tiempo transcurre y las amazonas saltan sobres los lomos sudorosos, donde realizan pantomimas estilizadas con la gracia de doncellas encantadas. Las gráciles señoritas agitan delicadamente las túnicas blancas como queriendo alzar el vuelo. Espectadores de la última fila entran en frenesí pues parecen unicornios alados ante sus ojos. Los caballos continúan girando alrededor de la arena hasta formar un fantástico carrusel. La música de feria plastifica los movimientos del improvisado tiovivo. Suben y bajan en mecánico vaivén avivando olvidados recuerdos infantiles. El sorprendente cuadro, pueblerino y de iglesias de barriada, quita el aliento a más de uno. Pero todo tiene que terminar, así como los sueños creados por un circo encantado. El látigo rasga el aire y rompe el largo trance. Los caballos detienen el paso. Una fila de corceles alados se forma al centro de la pista. El domador chasquea la orden y la línea ejecuta una profunda reverencia. Las amazonas bajan y agradecen inclinando con plasticidad estilizada. Desfilan entre miradas risueñas y el caluroso aplauso hasta desdibujarse detrás, de las casi sobrenaturales cortinas de la gran carpa.