lunes, 12 de febrero de 2018

Lázaro

El cuarto era estrecho, sofocante, como el hueco de un árbol petrificado. Una pequeña luz colgaba del techo, blanca e intermitente como los sueños de los puros. Una humilde mujer estaba cosiendo y sus manos temblaban mientras alisaba la tela. El sonido de la máquina de coser susurraba, imperturbable, la misma conversación, para que no estuviera tan sola delirando tristes monólogos. Movía la boca, envejecida, parecía que estaba contando las veces que el hilo entraba y salía de la tela. Su esposo estaba muerto. Lloraba a gritos, a gritos en su cara y tomando sus manos frías, tiesas, de aquel cuerpo que solo la miraba. Lo quería de vuelta, no se conformaba con su muerte, no soportaba el abandono. Pero no sabía si era dolor o costumbre aprendida. Su mundo de había oscurecido. En aquel pequeño cuarto vagaban sombras perdidas y fantasmas que fueron encontrando camino. Se guiaban por el martilleo de la aguja, intermitente, como el llamado de un campanero.

A tres días de su muerte, Lázaro volvió para quedarse a su lado, llegó de noche, sin ventiscas ni sueños premonitorios, sin advertencia ni divinidad. Antes de que su lápida tuviese nombre. Su esposo había regresado, sucio, con olor a tierra agusanada, todavía con moho entre los dientes. Con esa misma suciedad en la boca la besó para agradecerle la devoción de sus rezos. La besaba camino a la cama. Cerró los ojos mientras la desnudaba, trató de rechazarlo con ternura, pero la mujer, buena y abnegada, cedió, ajena a toda voluntad, ante el reclamo del esposo y del cielo que se lo regresaba. Pensaba que no todos los monstruos eran tan repugnantes. Entonces se reclinó en su pecho y escondió el rostro. No era un hombre bueno, tampoco malo, era una persona tan común como la mayoría. Él la arropó con su propia sombra y se pusieron a orar como dos chiquillos extraviados.

Ellos trataban inútilmente de enhebrase a su nueva vida. Era tan doloroso como el pinchazo de una aguja. Él seguía con la atención distraída, silencioso, con esa mirada fija, perdida por completo en otra cosa, como un ángel enfermo. Ella dejó de ir a la iglesia, pues vagamente comprendía el milagro sucedido, un milagro que aceptaba sobrecogida por el temor de su pequeñez. El sacerdote daba explicaciones inconcebibles, la mayor parte de las veces apocado por el horror, temeroso de la broma macabra de la muerte, muy lejos de la disciplina apostólica. Dando paso a la resignación cristiana y a la alta bienaventuranza. Muy a su pesar, la mujer de Lázaro dejó de inclinarse ante las dolorosas imágenes. Se le habían olvidado las viejas oraciones, las que rezaba con tanto fervor. Nunca más se persignaría ni confesaría. Dejaría de ser una alma buena, solo así podría tener, por fin, un poco de paz, pues todas las noches deliraba y lloraba de fatiga y de sueño, un sueño que nunca llegaba para mitigarle la pena. Caminaba ajena al mundo, como si estuviera cargando una agonía ajena, invisible, enredada en sus pies y engarruñada sobre la espalda.

Lázaro contemplaba la angustia de su esposa con una mirada fría. En las noches podía sentir el llanto de su mujer, pero las lágrimas se arremolinaban confusas, lejanas, incomprensibles para su alma. No recordaba haber estado en un reino de fuego. Nadie lo recibió o expulsó del otro mundo. Simplemente alguien lo regresó a ese humilde cuarto. No hubo recompensa en la resurrección, ni tampoco estuvo ante el tribunal divino para que castigara o premiara su vida. Regreso a casa, a la pobreza, a los sollozos callados, al rechazo y al miedo. En algunos instantes de lucidez recordaba la paz en la oscuridad del universo, de ese tiempo, incontable, de una caverna en algún mundo lejano, donde las almas no tienen edad, ahí perdido entre la profundidad de la penumbra, entre las estrellas y la tierra, alguien corto su deseo de no regresar nunca jamás.

Lázaro intentó el suicidio, incontables veces, pero la única puerta había cerrado. En ocasiones su alegría duraba un instante, cerraba los ojos con una sonrisa interminable, esperando, tocando febrilmente las paredes mudas. Entonces una oleada de calor, llegaba abrazante, y curaba todas sus heridas. Durante días permanecía oculto entre las sombras, como una gárgola, riendo en silencio. Mientras su mujer continuaba con sus labores, cortando, hilvanando, cosiendo mecánicamente, con la pasividad de una monja. No tenía más lágrimas, sus ojos estaban secos, había perdido toda la fortaleza de su espíritu. En las mañanas despertaba con un leve temor de su mortalidad. Cientos de preguntas rondaban su cabeza, pero solamente dos la inquietaban, ¿También sería expulsada del cielo cuando muriera? ¿Sería otro milagro o una aberración de la naturaleza?

Sobrevivieron los inviernos ausentes de fe. La gente olvidó que alguna vez hubo un milagro, perdiéndose en la memoria hasta convertirse en un lejano rumor. Todos los días aparecían los rostros de unos ancianos, entrando y saliendo sin saludar a nadie. Eran dos almas solitarias entregadas a la rutina. Su cabello cano les proporcionaba una especie de santidad. De vez en cuando una modesta sonrisa iluminaba sus apagados ojos. Eran dos viejos vistiendo eternamente de luto. Sus cuerpos se confundían, en algunos momentos parecían tener la misma figura, pues caminaban como sombras sin hacer ruido. Habían aprendido a no revelarse, era inútil, estaban atados a la voluntad de otro, como si fueran parte de un sueño. Ese otro que se convirtió en cruel titiritero, el cual manejaba los hilos de la vida y la muerte, pareciese un divertido bromista, quien inventaba juegos para no aburrirse dentro de su agobiadora soledad.

Los niños jugaban alrededor de ellos, siempre ruidosos, inocentes y ajenos a los prodigios divinos de un invisible dios. 

Plenilunio amoroso

Impávida a los furiosos golpes de sonámbulas piedras
adormecida por guijarros lanzados a la mar nocturna
vive encadenada al lazo invisible del eterno destierro
navegando errante del suspiro menguante al lleno.

Los hombres contemplan su rostro en el agua mansa
en esa brevedad casi infinita del sueño interrumpido
de húmedas miradas entre el peine y el negro espejo
las letras transmutan al papel en amorosas chanzas.

Sutilmente inflama a los amantes deseos henchidos
redondea las transparencias con el dulce mohín del velo
encendiendo gemidos que se pierden en cráteres sin eco
fugados de los vaporosos litorales de un balcón celestino.

Desdoblada la blancura de seda del níveo lecho albino
descubre el naufragio amoroso de una sirena y un marino
ahogados en la inconciencia gozosa de la luz y la sombra
nunca podrán salir del acuoso laberinto que los encierra.

El enfebrecido arrebato termina con resinosa fertilidad
engendrando afrodisíacos sonidos como voluptuosa lira
entreabriendo una metáfora inmutable de tragedia griega
donde inmortales lunas se pierden entre la gibosa espuma.

Amor entre desconocidos

Y sin embargo sé que no eres mía
las luces de un hogar ajeno a que me aferro
me agarro de la promesa de un beso
beso encendido de un mujer desconocida.

Porque he visto en ti algo que no olvido
de amores infestados de amarga confidencia
y que ilumina con una luz desconocida
los encuentros febriles de dos seres perdidos.

Eres alguien que se deja conducir suavemente
hacia una intimidad profundamente desnuda
en la mente de este tu lento y perezoso amante.

Amor no te vayas ni tampoco te desvanezcas
porque a veces sucede en lo imposible
lo extraordinario
dos desconocidos al tocarse van al 
mundo incendiando.