domingo, 24 de mayo de 2015

La propuesta

Había una vez una tetera silbando notas agudas de ebullición. Incipientes bucles de vapor dibujaron los primeros trazos de recuerdos con olor a jazmín. La ventana abierta parecía una veleta cuando el viento la golpeaba. El vaho formaba una niebla espesa que escalaba, como raíces, los tejados y las paredes. Los trastes de la cocina aspiraban los vapores mientras bebían de un sorbo la nostalgia. Un hombre estaba sentado frente a una taza, mientras elaboraba bocetos con trazos de soledad. Imaginó un pincel y empezó a iluminar la superficie de las paredes. Dibujó a una mujer con trenzas largas y negras. Pinto un balcón para mirar la noche eterna incendiada con farolas, con su perfecta mezcla de luces y oscuridades. No podían faltar un mago, un sombrero y un conejo llevando una sortija. En un platón estaban las galletas hechas con el susurro de las confidencias. Entonces la mujer, imaginaria, enrojeció con la propuesta. El hombre jugaba con la mirada. No se atrevía a verla. Contenía la respiración dentro de las paredes de sus sueños. Ella tomó sus manos sudorosas y se desvaneció en el viento helado. El sonido de la tetera lo regresó de vuelta a la realidad.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cine en blanco y negro


Todas las salas estaban llenas, solamente una tenía un lugar disponible. El nombre de la película era impronunciable, formaba parte de la muestra del cine alemán dedicado a Murnau. No tenía ninguna descripción en los anuncios ni tampoco del director o las estrellas. Compré la entrada y me dirigí a la sala donde un hombre robusto de mirada vacía —quien haciendo gala de modales antiguos— me invitó a pasar a la sala oscura. Como pude llegue a la butaca en la cual brillaba, en medio de la oscuridad, mi nombre escrito. En un principio no sentí miedo, un buen truco publicitario, pensé en voz baja. Mi curiosidad venció mis temores, debo de admitirlo. Me hundí en el acojinado mundo de mis pensamientos, los cuales acompañe con palomitas y refresco. Los primeros destellos del proyector sobre la pantalla anunciaban el inicio de la película sin los avances de los próximos estrenos ni la absurda propaganda electoral. La película fue filmada en blanco y negro, en un barrio clase mediero que, por una extraña razón, se parecía mucho al mío. Creí reconocerlo por las almas de las gentes que la habitan, por las fachadas de las casas, por la decoración de las paredes, por la disposición de las ventanas y las puertas. En ese mundo de sombras los hombres mayores de treinta años ya no tenían cabida, eran remplazados por adolescentes, quienes apenas terminaban la secundaria y se integraban al mundo laboral. Los hombres desechados eran llevados a los acantilados para que ejecutaran, como lemmings, un suicidio masivo. Cuando termino la película, todos nos levantamos y abandonamos la sala con una desolación indescriptible. Vagamente recuerdo que subimos y bajamos las escaleras eléctricas. Nos urgía encontrar un punto alto. Luego, todo es un mundo de imágenes borrosas nubló mi mente. Dentro de mi estado de locura hubo, por momentos, actos reflexivos que no tienen explicación ni lógica. Después todo se volvió oscuridad… El monótono golpeteo de la camilla terminó por desarticular mis sentidos. Había traspasado el umbral del dolor por lo que entre, adormecido, al laberinto de mis pesadillas. No me arrepiento de lo que hice porque fue un acto premeditado, eso quiero creer. Interminable, mi cuerpo se convulsiona con gritos ininteligibles. Me mantengo vivo con mis propios lamentos. Alargo mi agonía, pues me niego a convertirme en un cadáver dócil y de fácil combustión. Estoy muriéndome con el cuerpo destrozado rumbo al vientre de las calderas. A punto de ser incinerado, desposado con un ataúd de sábanas, con el fin de alimentar a las máquinas que hacen funcionar este funesto centro comercial. Allá arriba, una fila de sombras está entrando a la segunda función.

miércoles, 13 de mayo de 2015

La congoja del hombre maduro


Para los adolescentes las enfermedades tienen el halo del mito. Los jóvenes parecen estar inmunizados contra bacterias y gérmenes. Es en la madurez cuando aparecen las primeras premoniciones. Los síntomas, entes malignos, esperan una grieta para escapar. El examen médico arroja, profético, resultados elaborados con tinta catastrófica. Ingenuamente, culpamos la falta de vitalidad como una consecuencia del estrés y tratamos de combatirla con vitaminas, ejercicio y una dieta rica en proteínas. Hacemos caso omiso a la gotera intermitente que humedece, apocalíptica, nuestro orgullo y pantalones. La fiebre y los dolores los atribuimos a una temprana andropausia. Padecemos estoicamente y en silencio, incluso cuando los certificados desbordan antígeno prostático. El ultrasonido confirma el diagnóstico; la próstata esta inflamada. Sin demora, expiamos nuestras faltas e iniciamos el viacrucis. Como navajas, las medicinas castran nuestro mermado apetito sexual. Somos incapaces de satisfacer la inquietante ebullición madura de nuestras mujeres. Entonces, ellas revelan, descorazonadas, caricias y miradas de insatisfacción. Ni hablar del tacto rectal. La cirugía termina por mutilar nuestra exigua virilidad. La diabetes, el colesterol y la hipertensión terminan enmarcando y coloreando el cuadro clínico. Entonces tratamos de recuperar algo de dignidad y tomamos, abatidos, la famosa pastilla azul.