viernes, 14 de agosto de 2015

Regreso a la Hoya de las Brujas




Maldita la tierra donde los pensamientos muertos
viven reencarnados en una existencia nueva y singular,
y maldita el alma que no habita ningún cerebro.

 H. P. Lovecraft: El ceremonial

Thomas Potter había ahorrado durante mucho tiempo para su viaje a la Hoya de las Brujas. Lo único que conocía de ese lugar, era que sus abuelos y padre habían escapado precipitadamente y siempre ocultaron las razones de su misteriosa huida. Andrew, en sus últimos días, le entrego unas extrañas piedras, talladas rudimentariamente, en forma de estrella de cinco picos, las cuales tenían grabados signos indescriptibles de una escritura tan antigua como la tierra. No preguntó nada, por una extraña razón sabía que algún día las necesitaría, pues en el momento de tocarlas su padre lanzo el fatal suspiro.

Thomas tenía poco tiempo de casado y por casualidades del destino no había podido tener descendencia. Hubiera sido tan feliz con un pequeño entre sus brazos. Pero el cariño que le tenía a Anna era mucho más poderoso y por lo mismo adoptó a dos gatos; uno negro como la noche y con unos ojos que reflejaban un profundo abismo cuando los mirabas, y el otro blanco como la estela de un cometa pero poseía una mirada apagada que traspasaba el alma.

—Lléveme a la Hoya de las Brujas, ordenó Thomas a un conductor amodorrado por el terrible calor que caía como plomo derretido en Arkham.

—¿Está seguro?, no hay nada que ver en ese lugar, solo las ruinas de una casa leprosa que no termina de quemarse. 

El coche aceleró dejando atrás una ciudad congelada en el tiempo. Tomaron hacia las colinas boscosas del poniente, pero el chofer no quiso adentrarse más en esa región cubierta por una maleza selvática, por lo que dejó a los Potter en la desviación que separaba la carretera del valle. Anna llevaba a los dos gatos en un contenedor, parecían asustados, tenían el pelo erizado y lanzaban dolorosos maullidos. Thomas recibió, al tratar de calmarlos, un arañazo profundo y grandes gotas de sangre cayeron como estrellas fugaces en la frondosa vegetación. Mientras en el cielo, una palpitante nube, de un sucio tinte ocre, amenazaba con dejar caer una lluvia torrencial. 

—Deberíamos regresar a la ciudad, sugirió Anna con el miedo brillando en los ojos, sintiendo una desconocida frialdad física que le helaba la sangre y el corazón.

—¡No podemos!, estamos tan cerca de encontramos con mi pasado, comentó Thomas con la mirada puesta en la ligera línea de humo que se alzaba detrás de los arboleda.

Caminaron por una vereda viejísima, oculta por las ramas deformadas de árboles malignamente encorvados. Thomas no pudo ocultar su emoción, la casa, inhabitada y despedazada, era igual a la de sus caóticos sueños, pesadillas que lo atormentaban todas las noches desde que su papá murió y decidió hundir en un profundo pozo las piedras grabadas con el Sello de R’lyeh. Él convirtió en un nicho sepulcral aquella oquedad funeraria y la selló con palabras desconocidas que eran dictadas, telepáticamente, por un lejano Dios Primordial. 

Thomas nunca compartió con Anna ninguna de sus pesadillas ni cuando empezó a investigar las extrañas historias relacionadas con el Necronomicon, escrito por el árabe Abdul Alhazred. Ni tampoco el día en que había localizado el vetusto libro, escrito en latín gótico, el cual permaneció perdido en una librería de viejo, oculto entre libros polvosos de magia negra. En la solapa tenía grabado con fuego la siguiente inscripción: “Eram quod es, eris quod sum”. Mucho menos cuando lo empezó a leer y ante sus asombrados ojos aparecían cosas sacrílegas y todos los malignos secretos sumergidos en lugares remotos y alejados de la tierra.

Entraron a la casa ruinosa y a pesar del tiempo conservaba los postigos en las ventanas y el tejado abuhardillado. En la habitación permanecía, muda, una antigua lámpara de petróleo, encima de una mesa desvencijada y cuatro sillas en completo estado de deterioro. Dejaron salir a los gatos, los cuales corrieron a esconderse en un oscuro rincón. Cuando cayó el crepúsculo, todo se convirtió en silencio. Solo escuchaban el susurro de los árboles moviéndose malévolamente con un viento inexistente.

Thomas esperó un segundo, abrió el Necronomicon con violencia y empezó a recitar el siguiente conjuro:

¡EZPHARES, OLYARAM, IRION-ESYTION, ERYOMA, OREA, ORASYM, MOZIM!

Con estas palabras y en el nombre de Yog-Sothoth que es vuestro dueño, hago mi más poderosa invocación y os llamo. ¡Oh poderoso VUAL! Que debéis ayudarme en mi hora de necesidad. 

Acudid, ¡os lo mando por el Signo del Poder! Mira en mi mano el Signo de Voor.

Anna lanzó un grito sobrenatural que cimbró la casa olvidada, luego una lluvia demencial cayó en todo el valle. El alarido fue engullido por la espesa nada. Una especie de niebla entró por la chimenea, los gatos saltaron despavoridos por los huecos de las ventanas, mientras una forma brumosa, apenas visible, entraba en la habitación. Thomas observaba extasiado las convulsiones de Anna, mientras una especie de materia incoherente y vertiginosa de apoderaba de ella. Él alcanzó a acariciar los tentáculos gelatinosos y palpitantes del dios estelar. Ambos cayeron, desmadejados, en la negrura de un profundo abismo.

Muchos días después, una atmosfera de hostilidad se había apoderado nuevamente de la Hoya de las Brujas. Los robles, olmos y arces adquirieron un silencio sombrío y opresivo. Dos gatos enloquecidos, uno negro y el otro blanco, rondaban la cabaña de los Dunlock en busca de comida. En la propiedad de los Potter, un hombre taciturno remendaba las profundas grietas y las interminables goteras, mientras, una mujer estaba tejiendo, con aspecto de letargo vigilante y en evidente estado de gravidez, ropa para un niño.

Cincuenta demonios

Trece campanadas
Rameras y lesbianas, desesperadas, esperan el término de la inextricable treceava campanada. Ávidas lenguas sumarán una fabulosa imaginación de impureza, dedicada a multiplicar el número de orgasmos demoniacos. Rosadas vaginas abrirán su boca, como caverna, para que incontables demonios, inmortales, se den un festín con su sexo obsceno e infernal.


Sangre virginal

Bestiales cabos de vela sirven para quemar las nalgas redondas y pezones incipientes de hermosas doncellas, quienes, nacidas del incesto, al fin desposaran a un falso dios en un aquelarre demoniaco. La liturgia se alargará toda la noche donde miles de demonios las devoraran enteras después de hacerles el amor.


Los demonios saben amar

Solo los demonios saben amar, poseen, sexualmente sedientos, los cuerpos vírgenes; a ellas, las obligan a abrir la piernas para seducir su oquedad palpitante y hacerlas sangrar un verdadero orgasmo; a ellos, los obligan a lamerles, en círculos, el vello púbico y a beber las gotas de la primera menstruación.