domingo, 29 de junio de 2014

Luna

Los Oscuros se habían adueñado de las grandes urbes junto con la vida de sus habitantes. Dos niños indigentes, Luna y Marcos, observaban como la ciudad se llenaba de ocasos espectrales, su temprana orfandad los llevó a una paupérrima desgracia, las limosnas menguaban así como el sustento que se llevaban a la boca. Durante el día, se precipitaban hacia los almacenes por un poco de comida; incluso se atrevían, sin perder el miedo, a entrar en las casas abandonadas. En las noches era diferente, se escondían dentro del desagüe y ahí permanecían en una eterna vigilia hasta el amanecer.

Las patrullas humanas vigilaban los restos de una humanidad menguante; éstas se distinguían por la crueldad extrema con la que ejercían el poder. La Iglesia se alienó al nuevo orden mundial, por lo que en sus homilías dominicales, el sermón estaba lleno de frases de resignación y sumisión al nuevo régimen. El gobierno dejó de existir, una especie de junta paramilitar tomaba las decisiones para que fueran obedecidas por los sobrevivientes del holocausto. La única ley general que aplicaba era sencilla; la jerarquía strigoi los dejaría trabajar y reproducirse sin problemas, pero tendrían un sólo fin: servir de alimento para ellos.

Marcos desde muy pequeño ha vivido en la calle, entraba a la adolescencia, enflaquecido y en estado raquítico, pero pese a todo siempre tenía un gesto bondadoso hacia los demás. Cuando llegó Luna, una niña más desvalida que él, no dudó un instante en acogerla. También en esos días llegó Kelly Goodweather por su cuota semanal de sangre. Cuando se percató de la presencia de los jóvenes una extraña ansiedad se apoderó de ella. El niño le recordaba a su hijo.

Los pequeños vivían bajo las ruinas de la ciudad, en un mundo subterráneo, donde pernoctaban todos los menesterosos. Dentro de los pozos subterráneos se sentían protegidos, pese a la penumbra y al calor sofocante provocado por los transformadores eléctricos. Nadie se ocupó de ellos, por lo que era común que una inmensa mayoría pereciera bajo los colmillos de un hambriento vampiro o por las manos depravadas de alguna pandilla. Para estos miserables, que tenían un pie sobre el abismo, la tierra conocida se confinaba a sombríos escondites.

La luna brillaba majestuosa por lo que Kelly se detuvo un segundo para admirarla, sentía una enorme atracción hacia ese disco de plata, que se reflejaba sobre su piel transparente con un brillo vivo. Dos humanos enloquecidos y completamente drogados trataron de abusar de su cuerpo asexuado y desnudo; ella los destrozó con calma asesina, pero no quiso beber su sangre, dejó que los perros dieran cuenta de ésta. Luego empezó a buscar a los pequeños hasta que los encontró escondidos en los albañales. Un extraño sentimiento de misericordia evitó que cegara sus vidas, los dejó escapar en medio de la oscuridad.

Antes de llegar a las alcantarillas un depravado nocturno tomó a Luna por la espalda, la pequeña trató de zafarse, al no lograrlo lanzó un grito que estremeció la noche. La arrojó con brutalidad dentro de un sucio callejón. No podía escapar, nadie vendría en su ayuda. En este mundo decadente, los instintos perversos no desaparecen. Las luces en las ventanas empezaron a apagarse, sólo permanecieron algunas siluetas, cobardes, detrás de las cortinas. Marcos se abalanzó contra este energúmeno, tan sólo para recibir una tremenda paliza. Mal herido presenció la vejación de Luna. Cuando todo terminó se acercó a ella, pero era bastante tarde, la vida se le escapaba lentamente.

Kelly contempló el abominable espectáculo nocturno, y un odio olvidado empezó a emerger  a través de sus ojos negros. Marcos la observó con miedo, pero la vampira no se atrevió a tocarlo. Ella, exhalando tinieblas se precipitó sobre la infortunada Luna; para salvarla del sufrimiento humano: le regaló la vida eterna. Luna recorrió el camino hacia el destierro, de lo puro a lo impuro, allí donde nada está prohibido.  Una semana después, la mitad de los habitantes apareció con los cuerpos degollados y las extremidades cercenadas.


Toc, toc, toc— se escuchó durante varias noches en diferentes alcantarillas de la ciudad; una niña de semblante pálido y trasparente buscaba calmar, con sangre, su sed infantil.

viernes, 20 de junio de 2014

El reloj del corredor

El reloj nos acompaña como una pesada cadena que nos sujeta firmemente a nuestra realidad. En nuestro afán de medir el tiempo terminamos esclavizados a un ritmo de vida acelerado. En la antigüedad su uso era simple, así como su construcción, el reloj de arena es el más conocido y se utilizaba para determinar el tiempo de oradores o el tiempo de las guardias nocturnas. Un mecanismo sencillo ideado para una vida sencilla, no había prisa; sin embargo, en nuestros días, con los modernos relojes de pulsera, el mundo se mueve a un ritmo vertiginoso, el movimiento de sus manecillas provoca el mayor estrés que se vive en las grandes ciudades. Lamentablemente tratamos de ganarle al tiempo un segundo o un minuto, corriendo todos los días, y el reloj nos marca el paso con su opresivo sonido, – tic-tac, tic-tac, tic-tac –, es fiel acompañante de noches de insomnio y de amaneceres agobiantes.

En cambio en provincia el reloj tienen otras aplicaciones más acordes al ritmo de vida, la prisa no existe, dejan que la vida tome su propio ritmo; en un comedor familiar de Chiapa de Corso reza la siguiente leyenda: “Aquí nos manejamos con el horario de Dios, no con el del hombre”. En este lugar como en muchos otros sitios, el horario de verano no se aplica. Mantienen una vida sencilla, no puedes, aunque quieras, contagiarlos de tu prisa citadina. Simplemente el reloj va más lento, acompasado al cadencia de la respiración,  en completo equilibrio con el movimiento del universo. Es un sonido sereno, un – tiiiiiic-taaaac, tiiiiiic-taaaac, tiiiiiic-taaaac –, las horas pasan lentas, así como los días, en un letargo que dura siglos.

  Mientras divago para distraer mi mente, miro detenidamente los números luminosos de mi reloj, soy su esclavo por dos horas al día, me marca el paso de manera brutal, cronometra cada vuelta a la pista con una exactitud fría, es mudo testigo de cómo el tiempo me gana en cada zancada, del esfuerzo por llegar antes y no poder conseguirlo, o dejar que lo logre una o dos veces y reírse en silencio por la frustración que me agobia. Termino mi sesión, otro día, cada vez más cansado y con el fracaso pintado en mi rostro, – ya será mañana –, pienso convencido. Llegando a casa me desquito, lo arrojo al fondo de mi maleta, me olvido por veintidós horas de que existe. Vivo una vida simple durante ese tiempo, el movimiento del sol marca los tiempos en que tengo que moverme. No existe la prisa, se puede decir que mi vida funciona como un reloj. La noche me espera y duermo tranquilo; sin embargo, antes del amanecer, empieza nuevamente mi viacrucis; la alarma, ese sonido me hace odiarlo aún más, no soporto ese timbre electrónico e insensible. Me levanto entre dormido y despierto, lo apago sin verlo, de repente se enrosca en mi muñeca, me atrapa una vez más, estaré sometido a su voluntad por dos horas, me encamino a la pista de siempre, resignado, mientras en mi mente pasa la misma frase: “hoy le tengo que ganar”.