miércoles, 6 de marzo de 2019

Castigado

A veces me he extraviado cuando termino una relación de mucho tiempo. No deseo hacer nuevas amistades ni trato de ser menos feliz. Limito al mínimo mi intercambio de palabras a mujeres que, con descarada belleza, me provocan incipientes erecciones. Esta baja moral la llevo a las cenas con amigos, ahí me convierto en un ermitaño que repele las citas a ciegas y a cambio me consuelo con abundante whisky. Después de la tormenta, aparecen de la nada los absurdos enamoramientos. Apenas tomo aire para dar comienzo al espectáculo barbárico del romance, donde no faltan las cenas, las flores y los primeros tocamientos. Podría decirse que he encontrado la cura a los desamores de la modernidad, pues paso de una a otra mujer con estoico placer, como si al acostarme con tantas me simplificara el absurdo dolor del abandono. Pero siempre encuentro a la misma mujer, aquella persona ataviada de infinita paciencia y conmovedora disponibilidad. Es de esas féminas que intenta satisfacerme cada vez que regreso a sus amorosos brazos, la cual me consuela con la fornicación y el orgasmo rápido, aunque terminado el acto me endilgue una depresión post coitum. Es de esas relaciones cuya dinámica tiene como final la humillación consensuada. Se puede decir que con sexo ventilamos nuestra mutua soledad. En nuestro último encuentro creo que hicimos realmente el amor. Recuerdo que empezamos a besarnos sin miramientos, —en eso éramos bastante buenos, hubo veces que de solo besarnos nos provocábamos el orgasmo—, deje que me estrujara y lamiera para darle fin a su ayuno sexual. Comprendí que no podría librarme de esa súbita lujuria y que estaba experimentando una pérdida de control. Sin retrasos me bajo el pantalón, deseaba tenerlo dentro, someterlo con la humedad interna de sus muslos. No hubo más besos, aceleró los golpes hasta que alcanzó el orgasmo. Luego, me amarró a la cama y me sometió con irresistible ternura. Cuando me cubrió los ojos y la boca sentí miedo. Sus uñas se clavaron en mi pecho mientras se restregaba contra mi pierna y terminó vaciándose sobre de mi pecho y cara. Mi erección seguía intacta, mi miembro más grueso, más hinchado, deseaba ser seducido, arrebatado de un dolor creciente. Lo tomó entre sus manos, lo estiró y acarició con inusitada fuerza. No sucedió otra cosa, simplemente se vistió y se fue para siempre, dejándome amarrado y humillantemente expuesto.