martes, 28 de abril de 2015

El tío Nacho



Los primeros jicarazos de agua fría cayeron como una suave cascada sobre su cuerpo. Cada semana tomaba un baño en la pileta del patio trasero. Siempre los viernes y al mediodía, cuando el sol estuviera en todo lo alto. Pero todos los días, se afeitaba la barba y recortaba el bigote con una navaja que, según él, fue un regalo del General Felipe Ángeles. No trabajaba los lunes. Podía vagar por horas en las calles de la colonia Guerrero, o bebiendo enormes tarros de curados en alguna pulquería del barrio. En otras ocasiones jugaba rayuela con todo aquel que tuviera ganas de perder un peso o todo el dinero en un par de horas.
El tío Nacho llegó una tarde soleada a la casa de la abuela, con dos mudas de ropa y un traje gris desgastado. Dijo ser el hermano menor de la abuela y andaba en busca de un lugar donde quedarse a dormir. Mi abuela estaba desconcertada debido a que siempre guardo luto para él; porque, según el abuelo, había muerto en la toma de Zacatecas. Nacho tendría unos trece años cuando el ejército entró a la Ciudad de Sahuayo y se lo llevó junto con otros jóvenes del pueblo. Era un extraño. Tenía la mirada triste y sonrisa franca, era mucho más alto que el tío Javier. Poseía la tez blanca, una barba cerrada y el cabello entrecano. Sus ojos tenían un color verde de gato. La abuela no lo pensó mucho y en ese mismo instante mandó limpiar el cuarto de los tiliches. Colocó un catre, el cual la mayor parte de las veces terminaba vencido por el peso del descomunal hombre. Así llego aquel desconocido a nuestras vidas y a los últimos años de la abuela.

Nacho era un excelente ebanista. Enseño el oficio a mis tíos, quienes no tardaron mucho en independizarse. Pues siempre se quejaron de la poca paga y las muchas bocas que tenían que alimentar. ¿Quién los mando a tener tanto niño? ¡Aprendan a controlarse y dejen a sus mujeres en paz! Gritaba cada vez que escuchaba los mismos reclamos. También los emborrachaba por días o semanas enteras. Era muy común verlos tirados en la acera en medio de cascos vacíos y botellas de ron a medio terminar. Entonces la abuela salía con cubetas llenas de agua y mandaba a todos a sus casas. Pero con Nacho era diferente, lo metía a la casa y lo bañaba con la manguera, aunque no fuera el viernes ni mediodía, luego ponía en la mesa un enorme plato de chilaquiles y unas cuantas cervezas para que se la curara.

La abuela cocinaba todos los días, hasta dos o tres guisados, pues Nacho festejaba todos sus platillos. Los domingos llegaban mis primos junto con las tías. Entonces los braceros salían de la cocina junto con las enormes cazuelas de barro. Mientras mis tías y mi madre se quedaban preparando todo lo necesario para la comida dominical, claro, bajo la dirección de la abuela, los hombres prendían el carbón mientras platicaban y tomaban cervezas. Todos los primos salíamos a la calle a reventar ventanas, doblar las láminas de puertas y coches con una pelota de cuero. En la casa no lo permitían, porque siempre aparecían varias macetas quebradas.

Mi mamá y yo, junto con dos tías solteras y un hermano menor, vivíamos en la casa de la abuela, mi padre llegaba de vez en cuando a visitarnos y dejar un poco de dinero para los gastos. Adela, mi mamá, se embarazó de mí antes de cumplir los catorce años, solo a un año de salir de la secundaria. Mi abuelo nunca la perdonó ni cuando murió. Pero ella fue feliz cuando me tuvo entre sus brazos. Siempre me lo decía mientras me arrullaba o me cantaba canciones de cuna.

Nacho espiaba a las mujeres cuando se bañaban. Usaba unos binoculares que, según él, pertenecieron a Venustiano Carranza. Yo lo sé porque lo descubrí, pero solo me guiñó un ojo y siguió tan campante como siempre. Cuando se lo conté a mi mamá se puso furiosa. A partir de ese día, cada vez que se bañaban, una de ellas se quedaba de guardia en la puerta del baño. Algunas veces para desquitarse, mis tías y en algunas ocasiones mi mamá, esperaban que Nacho durmiera en el sillón y con el mayor sigilo posible metían una lagartija dentro de su boca. 

Nosotras nos quedamos con la abuela, cuando las tías se casaron y el hermano de mi mamá se fue a los Estados Unidos a probar suerte. Muchos de sus amigos habían pasado del otro lado con el programa "Bracero" y regresaban llenos de dólares. Mi tío fue de los primeros mojados que entraron al país del norte. Nos mandaba dinero cada mes, pero después ya no supimos nada de él. La guerra de Vietnam había comenzado y según supimos muchos mexicanos fueron reclutados. Mi abuela siempre rezaba por sus muertos; en el altar estaban las fotografías de todos ellos. El alzhéimer mermaba la salud de la abuela. Nacho cuidó de ella todo el tiempo. Adela, mi madre, tuvo tres hijos más de diferentes parejas, sin embargo, con ninguno de ellos se casó ni lo llevó a vivir a la casa.

Estábamos listos para festejar las fiestas patrias, los adornos de papel picado y las banderas adornaban las ventanas y las paredes de la casa. El pozole estaba siendo descabezado después de pasar toda la noche cociéndose en cal. Pero antes de sentarnos a comer escuchamos un grito que nos congeló a sangre. Una de mis tías encontró a la abuela tirada en el comedor. Un paro cardiaco había terminado con su existencia mientras cortaba la lechuga. Nos quedamos mirando, como tontos, su cuerpo sin vida, luego un llanto amargo nos invadió a todos. Nacho se encargó de los trámites con la funeraria. Esa misma noche la velamos en el patio junto a la olla del pozole, las tostadas y el olor a rábanos recién cortados. Los fuegos artificiales de Palacio de Nacional iluminaban un cielo limpio y lleno de estrellas.

El tío Nacho desapareció después del funeral de la abuela. Antes de irse nos abrazó a todos y nos dio un beso en la frente. Siempre nos dijo que la llevaría a un mejor lugar, por eso había regresado. Adela estaba deshecha, pero pronto tomó el control de la familia. En el cuarto de Nacho volvimos a meter los muebles rotos, las cazuelas y todo cuanto estorbara en la casa. Debajo de todos estos cachivaches quedaron dos mudas de ropa, un traje gris desgastado junto con una navaja vieja de afeitar y unos binoculares estropeados. Después se perdieron en el olvido y en un recuerdo borroso. 

Mis hermanas y hermano crecieron sin mayores apuros, mi madre se las arregló con la herencia y con un trabajo de medio tiempo en una dependencia de gobierno. Yo entré a la Facultad de Filosofía y Letras y terminé con el promedio más alto de mi generación. De pronto me convertí en la primera mujer de la familia que no terminaba embarazada antes de los quince años. Mi hermano se fue a los Estados Unidos como mojado. Por un milagro pasó del otro lado y logró conseguir un trabajo decente en Los Ángeles. Tiempo después nos escribió desde Irak, fue enviado a la guerra del golfo Pérsico. Mi mamá puso una vela más al altar y rezó con fervor por sus difuntos. No volvimos a saber de él. Mi mamá, a pesar de la diabetes y la hipertensión, logró llevar una buena vida. Tenía tiempo de estar jubilada y con lo poco que yo ganaba podíamos darnos ciertos lujos. Viajamos a Europa muchas veces. Francia nos fascinaba. 

Pasaron los años, cuando en un día soleado tocó a la puerta un hombre alto, de tez blanca, barba cerrada, cabello entrecano y ojos verdes de gato. Me besó en la frente y a mi madre le dio un abrazo durante un largo rato. Nos pidió un lugar donde quedarse a dormir. Dijo llamarse Nacho y ser el hermano menor de Adela. Limpiamos el antiguo cuarto de los tiliches. El viejo catre no servía, se había oxidado por las filtraciones de agua. Compramos una cama y mandamos impermeabilizar el techo. Con una mano de pintura recuperó su antigua gloria. La pileta del patio trasero todavía funcionaba, entonces Nacho empezó a bañarse con agua fría todos los viernes al mediodía.

Con la llegada de Nacho regresaron las comidas dominicales, aunque en su rostro se dibujaba una mirada triste cada vez que veía a mi madre. Rescató del óxido la navaja de afeitar y restauró los binoculares. Me guiñaba el ojo cada vez que subía al árbol de la huerta para mirar a mis hermanas cuando se bañaban. En un descuido, de su parte, descubrí un arma en su cuarto. Me comentó que era una pistola automática M-1911A1 calibre .45. Fue un obsequio del teniente coronel Harold G. Moore en Vietnam. El tío Nacho estuvo al lado de mi mamá hasta el final. Fue entonces cuando tomamos conciencia de la brevedad de la vida. 

Estoy embarazada de gemelas, las concebí por inseminación artificial. Nunca me quise casar por lo que estoy viviendo, en unión libre, con una mujer hermosa que me quiere. Nos hemos acoplado bien y mis hermanas la han aceptado después de mucho tiempo. Ha sido difícil para ellas y también para nosotras. Pensamos adoptar un niño cuando las niñas tengan cinco años. No me sorprendió la desaparición del tío Nacho después de la muerte de mi madre. Mande arreglar el cuarto de los tiliches y puse en una repisa todas sus pertenencias. Otra guerra... otro recuerdo... Estoy segura en volverlo a ver cuando me queden pocos años de vida...

lunes, 27 de abril de 2015

Lola



Lola cambiaba de canales con la monotonía propia del aburrimiento, hasta que se detuvo en la transmisión de la corrida dominical. Yo dormitaba a su lado con los ojos entreabiertos. Durante la comida estuvo callada, apenas intercambio algunas palabras conmigo, las cuales ahogaba dentro de una copa de vino. Había reñido con ella un día antes y la reconciliación se vislumbraba lejana. Era un caluroso domingo en la ciudad y las cuatro paredes de la habitación nos sofocaban. La vi desnudarse sin pausas, pero sin abandonar el pesado letargo que la consumía. 

Un grito salido del televisor nos regresó a la realidad. Un enorme toro saltaba  la barrera aplastando todo a su paso. Mi relación con Lola estaba rota desde hacía mucho tiempo. Las constantes discusiones con ella habían roto el encanto de los primeros días. En las noches, justo antes de entrar a la casa, tomaba un tiempo para respirar. Entonces, al cruzar el umbral, un incipiente desencanto crecía dentro de mi pecho, pero me quedaba callado para no contaminar la paz de mi paraíso artificial. Una infinita tristeza se cerraba como fuertes barrotes en torno a mí. 

Un acercamiento a la cara del toro me congeló la sangre. El toro era basto, feo y descompuesto, bastante grande y bajo, con las sienes estrechas, pero con unos pitones majestuosos. Un par de afilados y retorcidos cuernos rasgaban el aire al momento de embestir. Parecía una bestia mitológica salida de alguna fábula griega. 

La tierra temblaba cada vez que el toro embestía los riñones del caballo. El picador trataba de mantenerlo a distancia con la sangría del primer tercio, pero la lanza se rompió en dos pedazos y la puya fue a clavarse hasta la puerta de toriles. Sin duda era un mal augurio, un mal presagio para el matador. Mil plegarias se hicieron añicos junto con las imágenes sacras del altar ambulante.
Lola se levantó de la cama, como hipnotizada, bailó lento al ritmo del fúnebre pasodoble. Note una sonrisa sarcástica dibujándose en sus delgados labios. De pronto mis pesadillas infantiles desfilaron enfrente de mí. Malos pensamientos caminaron despacio entre sus piernas desnudas para perderse entre su sexo y el brillo del televisor.

«Dos tandas por el derecho, conduciendo el imaginario capote en línea recta, sin violencia. Un cambio de mano, girando sobre el cuerpo para dar paso a una zurda prodigiosa. Sin un toque fuerte, como una caricia, con la mano firme y la templanza del matador». Enormes gotas saladas se precipitaban, suicidas, hasta sus desnudos senos. Lola estaba llorando en silencio por la faena apabullante que acababa de ejecutar. 

“El pitón derecho del bruto impactó en el pecho del banderillero. Falló al acercarse mucho con el par que cerraba el segundo tercio. Fue un derrote seco y violentísimo, que acabó con el torero inerte en la arena, fruto del fuerte impacto al ser despedido por el astado”. El cronista gritaba entusiasmado por la sangre derramada. El toro, como buen peleador, se fue hasta la otra esquina para esperar la cuenta regresiva. Lola se desplomó exhausta, más bien parecía excitada, mientras un rastro de sangre manchaba la arena del moderno coliseo. 

El último tercio y vemos al torero jugarse la vida. Impávido, contempla cómo los pitones le rozaban los muslos, para luego desgranar una milagrosa serie de naturales larguísimos, y dos circulares tremendos que desataron pasiones. Otra serie a suerte contraria y los pañuelos blancos tapizaron las gradas. Las tablas y el torero se unen para cerrar la trampa. El astado, cabizbajo, aceptó su destino.

Tomé valor y le dije que la dejaría. Lola sintió una oleada de sangre subiendo precipitadamente a su cabeza. La suerte estaba echada y ella es la protagonista en esta arena imaginaria. No entendía razones. Estaba como loca saltando de un lado para otro. Manoteando y lanzando todo lo que se encontrara a su paso. Trato de besarme y de abrazarme, resistí sus embates como pude. Eso la enfureció más y redoblo su ataque con mayor vehemencia. 

El toro cayó poco después con una estocada limpia, no tardo en doblar las patas por lo que infinidad de pañuelos blancos se agitaban en el aire. Fue demasiada la agitación que, un extraño vendaval dejó la plaza vacía. El toro fue retirado con arrastre lento entre los aplausos de un público invisible. La noche iluminó de negro la plaza y nuestra recamara se quedó en la penumbra. En ese momento, sentí en mi espalda un cuchillo, el cual atravesó lentamente mi corazón. Mis gritos se quedaron sin aliento cuando una bocanada de sangre salió de mi boca.

miércoles, 22 de abril de 2015

Invitación



Deliciosas esposas, adúlteras, infieles; mujeres insatisfechas del pasado, presente y futuro. Las invito a dar rienda suelta a su secreta voluptuosidad. No teman la dicha de ser intensamente lubricadas por cocodrilos sexuales. Libérense del melodrama del adulterio. Busquen el amor en el punzante miembro del vecino, modernos casanovas de lengua ágil y dedos suaves e inquietos. Desnúdense sin miedo a la gravedad ni a la pasarela. Muestren las piernas moldeadas en látex. Vistan su cuerpo de seda transparente y comestible. Pinten su boca con el labial rojo de la prostituta y engendren dentro de su vientre los más dulces orgasmos. Agonicen bajo el diluvio de sones antillanos y convulsionen su húmedo sexo hasta el naufragio.

lunes, 6 de abril de 2015

Las puertas abiertas de la oscuridad



Pero yo encontré
un lugar secreto,
profundo en la tierra,
y me escondí de la luz
del sol.
Dentro de la tierra
dormí hasta que la luz del mundo
se escondió tras la montaña
de la noche

El libro de Nod

“Todo nos fue revelado, finalmente una cadena de acontecimientos fortuitos liberó a las almas de su eterno cautiverio. Las cuales, desde tiempos inmemoriales, fueron arrojadas en lo más profundo de la tierra. Nadie se presentó para juzgarlas como lo relatan las escrituras. Por lo que ellas, junto con sus demonios, caminaron con nosotros como en un principio, cuando todo era oscuridad”.

En toda la ciudad escuchamos el llanto de las almas que, bajo el influjo de una luna diminuta, gimen enloquecidas. Expulsan maldiciones con agónico dolor. Millares de personas, incapaces, no soportaron el estridente eco rebotando en la  oscuridad, entonces con la conciencia enloquecida van y estrellan sus cuerpos contra las paredes. En las calles convulsionan las notas agudas de los gritos y las manchas rojas, blancas y sucias de los suicidas.

El caos producido por los muertos enloquece a los vivos. Repugnantes almas emergen de las paredes con la confusión propia del amnésico. Conservan las llagas del látigo sobre su espalda. Algunos demonios levantan el vuelo, otros se mezclan entre la multitud, pero eso no les impide arrancar pedazos de piel a las personas más cercanas. Es difícil no gozar del eterno sufrimiento. Por lo que millones de diablos, al estar libre de las cámaras tenebrosas, blasfeman contra un Creador abrumado y temeroso.

Abrimos las puertas de la ciudad doliente y secamos el cauce del río que la resguardaba. Ciertos lugares deberían estar siempre prohibidos, así como también cerrados los parajes ocultos. Pero invocamos a las criaturas más extrañas y demenciales que existen en las profundidades de los abismos. «Dante conoció la ubicación correcta y los encantamientos mágicos. En los versos del Infierno, cada endecasílabo contiene las claves para traspasar hacia el mundo oscuro». En este lugar, dentro de las tinieblas, gobierna Caín junto a Lilith mostrando una resplandeciente belleza inmortal.

En nuestra búsqueda de la oscuridad primigenia, llegamos a la frontera inmutable del ocultismo y de la brujería. No viajamos grandes distancias porque ese lugar secreto nos encontró primero. Dentro de las grandes ciudades —aquellas que están construidas encima de culturas ancestrales— quedan los vestigios adornando las fachadas. ¡Pobres ingenuos, utilizaron los materiales de antiguos templos. Cubrieron las entradas pero éstas no pueden clausurarse con simples piedras!

Solamente seguimos las pistas dejadas en cada esquina, los antiguos bloques están soportando el peso de los modernos edificios, pero los desgastados glifos nos muestran el camino. Los antiguos temían a la noche y la conjuraban al llegar el ocaso. Los sacerdotes alimentaban el cauce del rio con la sangre sacrificada. Así mantenían cerradas las infranqueables, hasta entonces, barreras del inframundo.

«La gente condenada resguarda estas puertas. Vacía tus ojos de las cuencas y las podrás ver». 

La última inscripción la encontramos en aquel vetusto edificio de la calle de Donceles, detrás de un desvencijado portón. Una vez dentro, caminamos ciegos y mudos por extraños círculos, guiados por las manos temblorosas de Beatriz, Virgilio, Magdalena y Jesús. En la penumbra sentimos el roce de las manos y los siseos de los muertos. No hicimos caso a las advertencias y en nuestro descuido dejamos las puertas abiertas para que escapara la oscuridad.