El tío Nacho
Los
primeros jicarazos de agua fría cayeron como una suave cascada sobre su cuerpo.
Cada semana tomaba un baño en la pileta del patio trasero. Siempre los viernes
y al mediodía, cuando el sol estuviera en todo lo alto. Pero todos los días, se
afeitaba la barba y recortaba el bigote con una navaja que, según él, fue un
regalo del General Felipe Ángeles. No trabajaba los lunes. Podía vagar por
horas en las calles de la colonia Guerrero, o bebiendo enormes tarros de curados en alguna pulquería del barrio.
En otras ocasiones jugaba rayuela con
todo aquel que tuviera ganas de perder un peso o todo el dinero en un par de
horas.
El
tío Nacho llegó una tarde soleada a la casa de la abuela, con dos mudas de ropa
y un traje gris desgastado. Dijo ser el hermano menor de la abuela y andaba en
busca de un lugar donde quedarse a dormir. Mi abuela estaba desconcertada debido
a que siempre guardo luto para él; porque, según el abuelo, había muerto en la
toma de Zacatecas. Nacho tendría unos trece años cuando el ejército entró a la
Ciudad de Sahuayo y se lo llevó junto con otros jóvenes del pueblo. Era un
extraño. Tenía la mirada triste y sonrisa franca, era mucho más alto que el tío
Javier. Poseía la tez blanca, una barba cerrada y el cabello entrecano. Sus
ojos tenían un color verde de gato. La abuela no lo pensó mucho y en ese mismo
instante mandó limpiar el cuarto de los tiliches. Colocó un catre, el cual la
mayor parte de las veces terminaba vencido por el peso del descomunal hombre.
Así llego aquel desconocido a nuestras vidas y a los últimos años de la abuela.
Nacho
era un excelente ebanista. Enseño el oficio a mis tíos, quienes no tardaron
mucho en independizarse. Pues siempre se quejaron de la poca paga y las muchas
bocas que tenían que alimentar. ¿Quién los mando a tener tanto niño? ¡Aprendan
a controlarse y dejen a sus mujeres en paz! Gritaba cada vez que escuchaba los
mismos reclamos. También los emborrachaba por días o semanas enteras. Era muy
común verlos tirados en la acera en medio de cascos vacíos y botellas de ron a
medio terminar. Entonces la abuela salía con cubetas llenas de agua y mandaba a
todos a sus casas. Pero con Nacho era diferente, lo metía a la casa y lo bañaba
con la manguera, aunque no fuera el viernes ni mediodía, luego ponía en la mesa
un enorme plato de chilaquiles y unas cuantas cervezas para que se la curara.
La
abuela cocinaba todos los días, hasta dos o tres guisados, pues Nacho festejaba
todos sus platillos. Los domingos llegaban mis primos junto con las tías.
Entonces los braceros salían de la cocina junto con las enormes cazuelas de
barro. Mientras mis tías y mi madre se quedaban preparando todo lo necesario
para la comida dominical, claro, bajo la dirección de la abuela, los hombres
prendían el carbón mientras platicaban y tomaban cervezas. Todos los primos
salíamos a la calle a reventar ventanas, doblar las láminas de puertas y coches
con una pelota de cuero. En la casa no lo permitían, porque siempre aparecían
varias macetas quebradas.
Mi
mamá y yo, junto con dos tías solteras y un hermano menor, vivíamos en la casa
de la abuela, mi padre llegaba de vez en cuando a visitarnos y dejar un poco de
dinero para los gastos. Adela, mi mamá, se embarazó de mí antes de cumplir los
catorce años, solo a un año de salir de la secundaria. Mi abuelo nunca la
perdonó ni cuando murió. Pero ella fue feliz cuando me tuvo entre sus brazos.
Siempre me lo decía mientras me arrullaba o me cantaba canciones de cuna.
Nacho
espiaba a las mujeres cuando se bañaban. Usaba unos binoculares que, según él,
pertenecieron a Venustiano Carranza. Yo lo sé porque lo descubrí, pero solo me
guiñó un ojo y siguió tan campante como siempre. Cuando se lo conté a mi mamá
se puso furiosa. A partir de ese día, cada vez que se bañaban, una de ellas se
quedaba de guardia en la puerta del baño. Algunas veces para desquitarse, mis
tías y en algunas ocasiones mi mamá, esperaban que Nacho durmiera en el sillón
y con el mayor sigilo posible metían una lagartija dentro de su boca.
Nosotras
nos quedamos con la abuela, cuando las tías se casaron y el hermano de mi mamá
se fue a los Estados Unidos a probar suerte. Muchos de sus amigos habían pasado
del otro lado con el programa "Bracero" y regresaban llenos de
dólares. Mi tío fue de los primeros mojados que entraron al país del norte. Nos
mandaba dinero cada mes, pero después ya no supimos nada de él. La guerra de
Vietnam había comenzado y según supimos muchos mexicanos fueron reclutados. Mi
abuela siempre rezaba por sus muertos; en el altar estaban las fotografías de
todos ellos. El alzhéimer mermaba la salud de la abuela. Nacho cuidó de ella
todo el tiempo. Adela, mi madre, tuvo tres hijos más de diferentes parejas, sin
embargo, con ninguno de ellos se casó ni lo llevó a vivir a la casa.
Estábamos
listos para festejar las fiestas patrias, los adornos de papel picado y las
banderas adornaban las ventanas y las paredes de la casa. El pozole estaba
siendo descabezado después de pasar toda la noche cociéndose en cal. Pero antes
de sentarnos a comer escuchamos un grito que nos congeló a sangre. Una de mis
tías encontró a la abuela tirada en el comedor. Un paro cardiaco había
terminado con su existencia mientras cortaba la lechuga. Nos quedamos mirando,
como tontos, su cuerpo sin vida, luego un llanto amargo nos invadió a todos.
Nacho se encargó de los trámites con la funeraria. Esa misma noche la velamos
en el patio junto a la olla del pozole, las tostadas y el olor a rábanos recién
cortados. Los fuegos artificiales de Palacio de Nacional iluminaban un cielo
limpio y lleno de estrellas.
El
tío Nacho desapareció después del funeral de la abuela. Antes de irse nos
abrazó a todos y nos dio un beso en la frente. Siempre nos dijo que la llevaría
a un mejor lugar, por eso había regresado. Adela estaba deshecha, pero pronto
tomó el control de la familia. En el cuarto de Nacho volvimos a meter los
muebles rotos, las cazuelas y todo cuanto estorbara en la casa. Debajo de todos
estos cachivaches quedaron dos mudas de ropa, un traje gris desgastado junto
con una navaja vieja de afeitar y unos binoculares estropeados. Después se
perdieron en el olvido y en un recuerdo borroso.
Mis
hermanas y hermano crecieron sin mayores apuros, mi madre se las arregló con la
herencia y con un trabajo de medio tiempo en una dependencia de gobierno. Yo
entré a la Facultad de Filosofía y Letras y terminé con el promedio más alto de
mi generación. De pronto me convertí en la primera mujer de la familia que no
terminaba embarazada antes de los quince años. Mi hermano se fue a los Estados
Unidos como mojado. Por un milagro
pasó del otro lado y logró conseguir un trabajo decente en Los Ángeles. Tiempo
después nos escribió desde Irak, fue enviado a la guerra del golfo Pérsico. Mi
mamá puso una vela más al altar y rezó con fervor por sus difuntos. No volvimos
a saber de él. Mi mamá, a pesar de la diabetes y la hipertensión, logró llevar
una buena vida. Tenía tiempo de estar jubilada y con lo poco que yo ganaba
podíamos darnos ciertos lujos. Viajamos a Europa muchas veces. Francia nos
fascinaba.
Pasaron
los años, cuando en un día soleado tocó a la puerta un hombre alto, de tez
blanca, barba cerrada, cabello entrecano y ojos verdes de gato. Me besó en la
frente y a mi madre le dio un abrazo durante un largo rato. Nos pidió un lugar
donde quedarse a dormir. Dijo llamarse Nacho y ser el hermano menor de Adela. Limpiamos
el antiguo cuarto de los tiliches. El viejo catre no servía, se había oxidado
por las filtraciones de agua. Compramos una cama y mandamos impermeabilizar el
techo. Con una mano de pintura recuperó su antigua gloria. La pileta del patio
trasero todavía funcionaba, entonces Nacho empezó a bañarse con agua fría todos
los viernes al mediodía.
Con
la llegada de Nacho regresaron las comidas dominicales, aunque en su rostro se
dibujaba una mirada triste cada vez que veía a mi madre. Rescató del óxido la
navaja de afeitar y restauró los binoculares. Me guiñaba el ojo cada vez que
subía al árbol de la huerta para mirar a mis hermanas cuando se bañaban. En un
descuido, de su parte, descubrí un arma en su cuarto. Me comentó que era una
pistola automática M-1911A1 calibre .45. Fue un obsequio del teniente coronel
Harold G. Moore en Vietnam. El tío Nacho estuvo al lado de mi mamá hasta el
final. Fue entonces cuando tomamos conciencia de la brevedad de la vida.
Estoy
embarazada de gemelas, las concebí por inseminación artificial. Nunca me quise
casar por lo que estoy viviendo, en unión libre, con una mujer hermosa que me
quiere. Nos hemos acoplado bien y mis hermanas la han aceptado después de mucho
tiempo. Ha sido difícil para ellas y también para nosotras. Pensamos adoptar un
niño cuando las niñas tengan cinco años. No me sorprendió la desaparición del tío
Nacho después de la muerte de mi madre. Mande arreglar el cuarto de los
tiliches y puse en una repisa todas sus pertenencias. Otra guerra... otro
recuerdo... Estoy segura en volverlo a ver cuando me queden pocos años de
vida...