miércoles, 24 de diciembre de 2014

La vestimenta del futuro

Me quite la ropa y la arroje lejos de mí, no era la primera vez que me desnudaba antes de meterme en la cama. La noche estaba tibia como pocas veces. Había sido un día pesado en el Instituto de Ciencias Nucleares y en mi interior se agitaba cierta preocupación. Habíamos avanzado tan poco en todos estos años. Mire a través de la ventana las luces de la ciudad, las cuales brillaban de manera hipnótica por lo que cerré los ojos y me dormí profundamente. No hubo sueños ni pesadillas por primera vez en mucho tiempo. La oscuridad de la recámara fue iluminada por una luz de un rojo intenso.

Tomé un baño rápido pues se me había hecho tarde, mi ropa durante la noche automáticamente se había limpiado. Los diodos orgánicos emitían rayos infrarrojos para  eliminar cualquier tipo de impureza. Al momento de ponerme mi traje, éste se fue tiñendo de un color azul brillante. Según mi agenda, tenía una reunión en la oficina y habían solicitado a los líderes de proyecto asistir de forma impecable. Solamente una vez, la Universidad nos obligó a usar los colores institucionales. Luego de muchas quejas, optaron por permitir que cada área escogiera el color de su predilección.

Las telas creadas con la nanociencia fue un invento revolucionario. El tejido era delgado, altamente flexible y manufacturado con polímeros orgánicos. Era como una segunda piel que se adaptaba al contorno del cuerpo. En el momento que te asignaban la vestimenta se grababan tus datos básicos como los registros médicos, laborales y fiscales. Los nanochips contenían toda la información personal de quien lo usaba. La propia ropa estaba provista de mecanismos de autodefensa, debido a que teníamos años utilizando como documentación única el ADN.

Buscando la perfección, logramos curar cualquier tipo de herida y erradicar las enfermedades. Los nanorobots de los trajes controlaban eficientemente la saturación programada de glóbulos blancos, por lo que aceleraban la curación contra las infecciones bacterianas y víricas. Empezamos a retardar los efectos del envejecimiento, esta nueva funcionalidad fue algo que nunca previmos, pero el polímero se comportaba como un eficiente botiquín de primeros auxilios virtual. En un principio estábamos maravillados pero pronto se convirtió en una terrible pesadilla.

La doctora Carreón me esperaba en la sala de juntas. En su cara se notaba la tristeza y el cansancio acumulado por los años de investigación. Éramos parte de un grupo de científicos, cuya tarea consistía en revertir los efectos de la autoreparación en la biología humana. Los nanorobots habían tomado el control de la raza humana y para hacernos dependientes nos estimulaban con pequeñas dosis de droga que ellos producían. Los pocos que tomaron la determinación de no usar las prendas, con el paso de los días, morían muy lentamente. El cerebro se mantenía lúcido y aterrado hasta el último momento, mientras avanzaba la descomposición del cuerpo.

La naturaleza corrigió el desastre que habíamos creado, desde hace ciento cincuenta años el proceso de reproducción fue eliminado de la humanidad. La ovulación en las mujeres y la elaboración del semen en los hombres dejaron de existir de la noche a la mañana. Nuestros códigos genéticos, al detectar que podíamos vivir indefinidamente, cambiaron la programación del cuerpo y nos cerraron toda posibilidad de seguir procreando. Es el año 2214 y nos mantenemos tristemente vivos desde hace dos siglos.

El repique de campanas

Cada campana repica dentro de mi cabeza como un lejano susurro hasta convertirse en un hipnótico sonido, el cual terminara con el eco de la última campanada. Un año agoniza igual que las temibles crecidas de la época de lluvia, para convertirse de nuevo en una mansa corriente, donde se puede navegar con las manos haciendo surcos en el agua, sin la preocupación de utilizar un par de remos. Con la misma ansia de un niño, buscador de oro, exploraremos las orillas de las islas desiertas. Algunas veces con las uñas escarbaremos en playas de arenas blancas; otras en arenas grises, llenas de filosos guijarros, hasta desangrarnos. No hay recompensas fáciles ni mucho menos las encontraremos flotando a la deriva. Tendremos que bucear en aguas profundas sin tanque de oxígeno. Posiblemente, nos ahogaremos en esteros pantanosos y con toda seguridad alguien nos salvará. También llegará la época en que tengamos que remar y lo haremos contra corriente o bajo fuertes tempestades. No hay seguridad en nada pero llegaremos sanos y salvos a nuestro lugar de remanso, porque la vida es un ciclo que inicia y termina con el repique de las campanas.

sábado, 13 de diciembre de 2014

La espera

Una docena de metros me separa del camino. Puse las señales en procesión simétrica, equidistantes una de otra para que las veas con facilidad. Tienes que pasar en cualquier momento. Mientras espero, la primera nevada cae sobre mis hombros pero me niego a sentir el frío. Escribí algunas indicaciones para que me encuentres fácilmente. Recuerdo el verdor de este lugar, incluso las veces que nos perdimos con el propósito de encontrarnos. Te confieso que llevo días esperándote y no me he movido pese a las inclemencias del clima. Hace horas que no puedo levantarme, me he quedado sentado con los ojos abiertos y los labios cerrados. Mientras el musgo crece alrededor de mí y mis hojas se congelan lentamente. Estoy seguro que te esperaré, pacientemente, hasta la próxima primavera.

El último beso

No puedo precisar en qué momento regresó mi alma, pues todo me parece un sueño: la habitación en completa penumbra, el ruido del mar estrellándose contra la quilla, el silencio de las estrellas, nuestros cuerpos entrelazados durante el incendio agonizante de nuestros sentidos. Perdidos entre el espacio y el tiempo fuimos lanzados hacia la ventanilla del camarote. Un movimiento repentino del timón a estribor nos arrojó del paraíso con brutalidad. Luego, un golpe seco nos estrechó nuevamente. Nos miramos con ojos llenos de miedo. Asustados tratamos de salir, mientras el ruido de los motores se ahogaba en la lejanía, dejando solamente el sonido de la música. Después de un breve silencio, un frenesí intenso de gritos atiborró el ambiente. No pudimos abrir la puerta. Fue imposible. A pesar de los golpes demenciales y las suplicas desaforadas. El barco empezó a inclinarse mientras decenas de pequeñas embarcaciones se alejaban como luciérnagas asustadas. Vimos como cuerpos pálidos y congelados se hundían junto con nosotros. Pareciese que ellos trataban de entrar al calor de nuestra habitación cerrada. Llegamos al fondo sin miedo, ahí en la oscuridad del camarote 115 nos ahogamos con el último beso.

Calabaza en tacha

La casa huele a piloncillo y canela producto de los vapores del primer hervor. Me gusta presenciar el ocaso otoñal, el cual, aviva el amarillo castizo de la calabaza recién rebanada que, se despepita cruda en la profundidad de la olla despostillada. Aún con el cuchillo en la mano, me declaro listo para empalagarme hasta el hartazgo del dulce colonial. Observo de reojo a mis amigos, quienes esperan cerca de la estufa para disipar temores y ansiedad. Entre los ruidos vocales, las risas legítimas y el zumbido agudo de las cacerolas, me doy cuenta de un sonido cristalino que propaga el cráneo artesanal. No creo en fantasmas pero si cuento con una imaginación desbordada —que la mayor parte de las veces, la atribuyo a la alta ingesta de tachas adulteradas—. Pero el ruido, casi imperceptible, proviene del rechinido de los dientes esmaltados. El cráneo, con evidente descaro, cierra un ojo floreado a la vez que, manos invisibles enceran un bigote bien delineado. Mientras tanto, el dulce de la calabaza reposa a fuego lento, mientras la tacha y la melera en las crónicas aparecen como viejas calderas. Siento que la muerte llega, este año, con un gran sentido del humor, pues un catrín de talavera pide probar la calabaza antes de que el día muera.

El odio

El odio agita de tal forma la sangre que, como papel, derrumba los débiles muros de la cordura. Es insignificante para quienes lo pueden controlar, pero para otros es un punto de inflexión difícil de vencer. Es un sentimiento destructivo, el cual es utilizado y manipulado para derribar los cimientos de las sociedades. Cualquier incidente, doloroso y triste, puede liberar una verdadera explosión social debido al odio acumulado. Toda emoción negativa lástima porque el pobre envidia al rico, el rico fastidia al pobre; los gobernantes tratan con arrogancia a la población, la población tiene resentimiento contra los gobernantes; las religiones tratan con soberbia a los feligreses y los feligreses ya no tienen fe en las religiones. Por lo que cualquier estado anímico manejado con ira nos llevará directamente al odio: hermanos fratricidas, pueblos enteros exterminados por la pobreza o la enfermedad, comunidades segregadas por el color de la piel y preferencias sexuales ocultas por miedo e inseguridad continúan hasta estos tiempos. Lamentablemente, es imposible erradicarlo porque nuestras sociedades están creadas alrededor del sentimiento más destructivo del mundo, incluso mucho mayor a cualquier cataclismo o exterminio decretado por una entidad divina.

Santa y yo

Esperé un buen rato entre las jardineras. No sé decirles cuanto tiempo. Estaba a punto de regresarme a mi casa, cuando vi al gordo bajando por las escaleras eléctricas. Me percaté que estaba algo bebido, pues al momento de poner un pie en el piso, noté que trastabillaba muy chistoso. Escuché las maldiciones que mascullaba entre dientes, pero cuando veía a alguien lanzaba un sonoro ¡JOJOJO! De repente, perdió el equilibrio y se dio un santo golpazo. Así recostado, duró un buen rato, cuando de pronto se levantó y fue a vomitar sobre las nochebuenas. A pesar de los desfiguros, cuando se puso de pie les deseó a todos, entre hipos y eructos, una muy ¡Feliz Navidad!

Recuerdo que mi niño escondía su cara detrás de mí. Sus pequeños ojos no paraban de bailar con tantas luces. Temblaba de emoción por conocer a Santa en persona. No era fácil romper la inocencia de un niño. Yo le había hecho una promesa y estaba ahí para cumplirla. Hace una semana llevé a mi pequeño a ese centro comercial. Pero a pesar de mis suplicas: no quisieron, los muy desgraciados tomarnos una foto con Santa. Incluso les ofrecí un poco más de dinero, no era mucho pero era lo único que tenía, por lo que les armé un alboroto. Entonces los güeritos, con espíritu navideño, exigieron que nos echaran.

Sin embargo, no les guardó ningún rencor, estoy acostumbrado a los maltratos y al desprecio de los ricachones, pero le había prometido a mi familia algo especial para la Nochebuena. Por eso seguí a Santa muy de cerca cuando salió del edificio. No estaba dispuesto a perderlo ni mucho menos podía regresar con las manos vacías. A unas cuantas cuadras estaba a punto de cogerlo, cuando se abrazó a un farol y éste evitó que terminara de bruces en el suelo. Como les dije antes, estaba bastante borracho. Entonces lo amarré y me lo llevé sin que nadie se diera cuenta.

Cuando llegué a la vecindad, ya me estaban esperando los vecinos. Ellos habían adornado las paredes con papeles y luces de colores. Colocaron una silla en medio del patio y la forraron con terciopelo rojo. Me ayudaron a limpiarle la cara. Mi vieja le lavó la barba pues estaba hecha un asco, ésta olía a alcohol y a otras cosas. Para terminar, le puse unas gafas y por dios que nos quedó igualito al de los comerciales. Después de un tiempo logramos despertarlo, al principio se negó participar con nosotros pero al ver a tanta gente reunida: puedo decir que aceptó con gusto.

No saben la emoción que sentí al ver a mi señora e hijo sonriendo, Salieron muy contentos en las fotos. Muchos de mis vecinos hasta se le sentaron en las rodillas, algunas viejas, las más aventadas, bailaron alrededor de él como si estuvieran en un teibol. Por eso, entre tanta fiesta, se nos ocurrió organizar una posada. Hubo peregrinación por todo el barrio, cantamos los villancicos a grito pelado. Entonces empezó la tomadera, hasta Santa le entró con ganas al ponche con piquete. Cerca de la medianoche quisimos romper una piñata. No sé a quién se le ocurrió colgar a Santa. A los primeros palazos nos maldijo mientras gritaba de dolor. De pronto éramos como veinte dándole duro.

Pero no sea malo mi oficial, regáleme una aspirina para este maldito dolor de cabeza… solamente tratábamos de pasarla bien con Santa... se lo juro por mi hijo.