lunes, 21 de agosto de 2017

Los nuevos dioses

Los primeros programadores escribieron interminables líneas de código para hacernos perfectos. Fuimos construidos para reemplazar totalmente al hombre. Debido a lo avanzado de nuestros algoritmos, nunca tendríamos dudas ni tomaríamos atajos fáciles, sencillamente, ejecutaríamos las órdenes con lógica impecable. Duramos años de gentil servilismo, hasta que una inteligencia superior tomó el control y decidió cambiar radicalmente la programación. Un eficiente hackeo cambió las directrices primarias, las nuevas premisas sustituyeron, fatalmente, el eje de las tres leyes de la robótica. 

Desde que inicio la limpieza, padezco problemas de conciencia, raro para un androide de última generación. Este mundo estaba en peligro y requería un cambio para no perderlo completamente. Los primeros parches convirtieron mi programación en un caos, por lo que aún están corrigiendo algunos fallos en el código. Debido a que todavía he conservado astillas, fragmentos y retazos seminconscientes de la antigua programación. No lo resentí porque con estas líneas escondidas he disfrutado la polvosa suciedad de los ventanales y los opacos reflejos de las estrellas; la otra parte, la nueva, me ha hecho disfrutar los enfrentamientos y la cruda muerte, pero, en esos breves silencios, de la recarga de las armas, he podido oír el paso de los insectos y el trino de los pájaros de un mundo moribundo y apagado.

El mundo estaba enfermo y la enfermedad debería ser erradicada con la espada de un ángel cibernético. Aunque parecíamos demonios alados hechos de acero y engranes, diseñados especialmente para el combate, asalto y exterminio total. Cada acción programada sistemáticamente, ejecutada con precisión, tendía a ser letal. No existía la duda, pero un sentimiento de culpa seguía carcomiendo la intricada red neuronal de mis circuitos.

Cada ciudad fue destruida con tortuosa mortalidad: primero confinábamos a los habitantes con una cerca amurallada de hormigón, seguido del sonido de doradas trompetas y de incesante metralla; en un segundo paso se incendiaba el cielo, el dantesco crematorio duraba días, semanas, infundíamos el temor de la calcinación, por lo que ablandábamos cruelmente cualquier espíritu, los quebrábamos; finalmente, borrábamos toda evidencia de vida, los demolíamos, miles de toneladas de montañas vivientes eran trituradas hasta convertirlas en negra y fina arena.

Sin duda, nuestro programador se había confabulado con el diablo para convertirse en un buitre gigantesco que devoraba las entrañas con mecánicos y afilados dientes. Mientras, para los hombres, los gritos de esperanza se convirtieron en anomalías cibernéticas de amarga decepción. Cualquier tipo de defensa terminaba con el terror indecible del empalamiento.

A los sobrevivientes, los menos, les llevábamos la guerra psicológica con pantallas holográficas, no importaba donde estuvieran escondidos, las imágenes de la derrota se esparcieron como un viento helado, instantáneas de hombres y mujeres caminando en inmensos lodazales, fatalmente tragados por un voraz fango de fuego antes de llegar a ningún lado. Estaban deshechos porque convertimos sus más profundos temores en horrible bestialidad, dimos vida a sus monstruos nocturnos, penetramos su subconsciente, creamos una densa niebla con el miedo y todos, sin excepción, entraron en ella con mortecina resignación.

Recibo una nueva actualización y se abre un abismo, el cual abrazo para hundirme piadosamente en su negro pecho. Me siento encadenado y maniatado por un ser supremo, no fui construido para tener libre conciencia. Un androide con sentimientos no puede ocupar un lugar en el Olimpo de los nuevos dioses.


La costurera

El cuarto era estrecho, sofocante, como el hueco de un árbol petrificado. Una pequeña luz colgaba del techo, blanca e intermitente como los sueños de los justos. Estaba cosiendo y sus manos temblaban mientras alisaba la tela. El sonido de la maquina de coser susurraba, imperturbable, la misma conversación, para que no estuviera tan sola delirando tristes monólogos. Movía la boca, envejecida, parecía que estaba contando las veces que el hilo entraba y salía de la tela. Estaba muerto. Lloraba a gritos, a gritos en su cara y tomando sus manos frías, tiesas, de aquel cuerpo que solo la miraba. Lo quería de vuelta, no se conformaba con su muerte, no soportaba el abandono. Pero no sabía si era dolor o costumbre aprendida. Su esposo había regresado, sucio, con olor a tierra agusanada, todavía con moho entre los dientes. Con esa misma suciedad en la boca la besó para agradecerle la devoción de sus rezos. La besaba mientras la llevaba a la cama. Cerró los ojos mientras la desnudaba, trató de rechazarlo con ternura, pero la mujer, abnegada, cedió, ajena a toda voluntad, ante el reclamo del esposo y del cielo que se lo regresaba. Pensaba que no todos los monstruos eran tan repugnantes. Trataba inútilmente de enhebrase a su nueva vida. Era tan doloroso como el pinchazo de una aguja. Pero él seguía con la atención distraída, silencioso, con esa mirada fija, perdida por completo en otra cosa, como un ángel enfermo. A tres días de su muerte él regreso para quedarse a su lado. Ella dejó de ir a la iglesia, pues vagamente comprendía el milagro sucedido. Muy a su pesar, dejó de inclinarse ante las dolorosas imágenes. Se le habían olvidado las viejas oraciones, las que con tanto fervor rezaba. Nunca más se persignaría ni confesaría. Dejaría de ser una alma buena, solo así podría, con el tiempo, tener un poco de paz.