sábado, 13 de septiembre de 2014

Polvo eres

Todo silencio proviene de la muerte. Morana esperaba la barca que la llevaría al inframundo. No recordaba nada del dolor pasado, ni los miedos que la aterraban cuando caminaba por esquinas oscuras. Porque siempre tenía miedo de las sombras y de las voces delgadas; colgadas de la corriente del aire. Por eso, cuando agonizaba en el hospital; escuchaba  susurros en los pasillos.
El cuerpo de Morana fue depositado en la fosa común. Después de ser seducido por la mutilación del carnicero-forense. Luego, la descomposición putrefacta de la carne abonaba nueva vida; gusanos que comerían y defecarían sus restos mortales; simples necrófagos de la belleza. Cumplían la sentencia bíblica: "…pues polvo eres, y al polvo volverás".
Como nadie reclamó los pedazos no la cremaron, porque de haberla incinerado, su alma vagaría entre las sombras de una calle desierta, habitada por galantes mujeres asesinadas. Tampoco nadie la depositó dentro de un ataúd frío, se salvó de la soledad que la había esposado en su vida. La misma soledad que la consumía como una lepra incurable.
Mucho antes de morir, escuchó el rumor secreto de las ánimas perdidas, éstas deambulaban en su cuarto, emergiendo de rincones; pertenecían a cuerpos incendiados, cuyo polvo nunca regresó al antiguo lecho genésico.
Hombres incompletos con almas incompletas poblaban el mundo para incendiarlo, destruirlo y destazarlo. Por eso, cuando la navaja le traspasó «la piel, el músculo, la costilla y el corazón» supo que moriría. Ella, por mala suerte, había tropezado con uno de esos demonios de la extinción.
La barca, hecha de humo y sombra, llegó por fin a la orilla del embarcadero. Morana sintió el aire cálido e invisible de la noche, no se percató que estaba desnuda, hubiese sentido pena y trataría de ocultarse; pero habría sido imposible cubrir su cuerpo transparente. —Luego de colocar el primer pie en la embarcación; la invadió el olvido—.

La criada

Sentía una atracción extraña por mi criada, posiblemente era por el encanto de gata en celo que trasmitía al caminar. Ella trabajaba de forma silenciosa y taciturna, parecía un fantasma que, cada que podía, me guiñaba miradas furtivas a espaldas de mi esposa. Sacudía y barría haciendo mutis cuando descubría pedacitos de sexo regados en la alcoba. Recuerdo que era una noche estival, en la cual, yo subí a su cuarto y la tomé del contorno de su delgada cintura, ella se estremeció y dejó que, incapaz de rebelarse, mis manos levantaran su falda. Luego, arranqué, desesperado, su calzoncillo triste y sencillo. Entonces, la penetré con fuerza, dejé que sus gritos dieran consuelo a la virginidad perdida. Un hilo de sangre recorrió sus piernas, mientras su vagina se estremecía al vaivén de mis apresuradas arremetidas, pero tan profundas que, una línea roja fluía sin parar. Finalmente, eyaculé copiosamente. Ella ya no gritaba, sus ojos estaban desorbitados a causa del dolor. Apenas me estaba reponiendo cuando su semblante tuvo un cambio monstruoso. Empezó a reír con locura. Me miró con ojos extraviados y macilentos. De un tajo arrancó mi pene, apenas flácido, aún lleno de semen y sangre. Se lo llevó a la boca y empezó a mordisquearlo con placer lascivo. Con las uñas escribió frases obscenas en mi cuerpo, «tal pareciera que estuviese utilizando un pirógrafo». Algunos trazos eran delicados y femeninos, otros, en cambio, eran recios y grotescos. Traté de gritar pero de mi boca sólo salían silenciosos quejidos; no podía moverme. Ella empezó a pegarse a mi tatuado cuerpo, tan cerca que podía besar su boca. La húmeda de su piel me estaba absorbiendo lentamente, sus ojos destilaban gozo. Cuando amaneció, la criada se estaba bañando, notó las nuevas redondeces en su cuerpo. No recordaba nada, simplemente se sentía llena y satisfecha. Bajó para preparar el desayuno y encontró a la señora de la casa preocupada; el marido no había llegado en toda la noche.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Un viaje imaginario en tren

A lo lejos, escuché los ecos de mi infancia, llegaron acompañados con el traqueteo ensordecido de la locomotora, fue entonces cuando el maquinista anunció su llegada. Estoy corriendo al compás de las campanadas de las nueve, sintiendo la sonrisa burlona de los relojes que no dejaron de mirar mi acongojado semblante. Tenía que abordar ese tren, el último de la noche. Las calles gibosas poco ayudaron en mi marcha, incluso, salté las oquedades dispuestas a tragarme. Compré el último boleto para cualquier lado, porque cualquier lado es mejor que ninguno. Entré a la estación, dispuesto a vivir una aventura.

Abordé el último vagón con la certeza de viajar más allá de la razón. La locomotora era de vapor, con fogonero incluido, pintada de amarillo ocre, incluso  los vagones tenían los tonos dorados del sol. Arrullado por la somnolencia vibratoria de las vías, me sumergí en el sopor caluroso del equinoccio de septiembre. Miré la noche estrellada —estrellas luminosas saltaban una luna creciente, la cual me sonrió desde el cielo—. Un viejo guardagujas agitó la linterna para indicar al maquinista que debía emprender la marcha. La luz intermitente rompió el silencio de la noche.

El tren transitó entre valles, desiertos, montañas y cualquier otro lugar quebrado del mundo. Cuando entramos a las poblaciones, escuché el zumbido del aire inflamado por el murmullo de conversaciones intrascendentes. Noctámbulos, consumidores de café, nos saludaron desde las terrazas, insomnes. Un silbido estridente anunció la llegada a la siguiente intersección; asustados, negros presagios levantaron el vuelo, dejando los campos de trigo desolados; mientras tanto, en los jardines, un poeta declamaba, ardoroso, su pasión enfermiza a la esquiva amada. Él pintaba girasoles ambarinos en su delirio.

El tiempo discurrió dentro de mi ánimo, pero a medida en que la noche llegaba a su fin, un solitario pincel dibujaba afanosamente paisajes azules y amarillos, por tal motivo los tonos grises se fueron ocultando, tímidos, en el fondo.  El otoño irrumpió con sus miles de hojas, cayendo dentro del vagón y tapizando el piso con su crujiente eco. Cerré los ojos. Todos los paisajes desaparecieron, uno a uno se fueron desvaneciendo. El viento golpeó mi cara, al mismo tiempo caí de bruces en la acera. La última campanada sonó a través de las calles vacías, el reloj de la estación marcó el fin de las nueve. El tren se alejó, dejando a mi alma disolviéndose en la oscuridad.