martes, 16 de abril de 2019

El hombre gris

Igor se había mantenido quieto, muy quieto, debajo de la claustrofóbica cama, detrás de una pila de zapatos sucios y viejos. Ahí permaneció encogido como un feto recién expulsado del vientre de la madre. Los pasos en los pasillos se escuchaban huecos, hondos, terriblemente amenazadores. Aquellos infelices estaban fumando cigarrillos ordinarios, subiendo y bajando, repitiendo juegos inventados como turbulenta parvada. Parecían alucinados dementes chocando contra los muros con andrajosa locura.

Desde que nació hasta ese momento había tenido una vida gris, tan insípida y mediocre como una gota de lluvia perdiéndose entre las grietas de una casa a punto de caerse. Consagró su vida a la rutina del trabajo, entregado a la fórmula social del hogar y al amor proporcionado con estéril imaginación. Después se entregaba al silencio elocuente del sueño mientras su mujer mantenía la vela de compañera insatisfecha. Ambos habían caído en el sueño de la esterilidad. Comían en silencio, ella mirando el mantel, él perdido en el periódico. A veces con paréntesis cortísimos como aquel que te pide una cerilla y sigue su camino humeando pensamientos. 

Siempre fue un hombre pequeño sin mayores deseos, sin aspiraciones políticas ni creencias religiosas, su padre le había escogido la carrera y la esposa, le consiguió un trabajo medianamente remunerado, le regalo un automóvil y un par de trajes de opaco pasado. De no ser por los desteñidos recuerdos de aquella tarde se hubiese convertido en un amnésico fantasma. Negado a su propia muerte, a las lamentaciones largas y a los latidos de su propio corazón. Se le escaparía la vida esgrimiendo fracasos lejos de la lógica y la verdad.

La vida no es un camino recto ni siquiera es sinuoso, tiende a ser una espiral empedrada, llena de psicopompos, a ambos lados, dispuestos a servirte de guía al momento de morir, pero repudian a aquellos de alma gris. Dejan que deambulen perdidos entre las paredes invisibles que se levantan para separar a los vivos de los muertos. 

Debajo de la cama la soledad de Igor se desbordó, sintió miedo, en ese momento, odió tener miedo, pues el miedo le caía turbio, lo aplastaba, tanto que no pudo evitar las lagrimas. Nunca estuvo más vulnerable, pero ya no importaba, tenía la resignación del condenado a muerte, de aquel que llega absurdamente tranquilo, sin últimas palabras, sin coraje para gritarle al verdugo, al juez o al jurado o al mismísimo Dios. Eso le paso a Igor, dejó que la erosión del fracaso por vivir plenamente destruyera su propia alma. Nunca le encontró sentido al mundo. Menos en ese momento lleno de asaltos verbales, insultos apenas disfrazados de una falsa civilidad, convirtiéndolo en testigo mediocre de un remolino de atrocidades. 

Los vio venir desde la ventana, lejos, luego muy cerca, pero se quedó congelado, inmóvil, con el frío relampagueante y sobrecogedor de la parálisis. Querían un poco de dinero y seguirían su camino. Los delincuentes pertenecían a aquellos seres hechos de materia corruptible, tristes y miserables, pues saben que serán guiados al infierno por sórdidas chotacabras. Cuando apareció la mujer, los espantapájaros jadearon guiños maliciosos, llenos de lasciva y gula. De la nada aparecieron furtivos cuchillos, amenazadores, la mujer quiso gritar, pero por más que abrió la boca, no encontró ningún auxilio para las afiladísimas garras de acerada soberbia. Aquellos hombres pasaron de la advertencia inmediata a un momento de mal humor, de irritación, ahogados de absoluta soberbia, disfrutaron de los privilegios especiales, de las libertades no concedidas al resto de los mortales. Pasaron por encima de cualquier escrúpulo moral con infinita impunidad.

Se escapaba la noche y para los noctámbulos la fiesta, los vasos en el suelo y las botellas vacías dejaban una resaca de insensible desolación. Igor sintió como las cuerdas se ensañaban con sus muñecas, trataba de sobarse, de apaciguar el dolor que lo torturaba, pero al escuchar ruidos volvió a su posición de muerto. Escuchó el crujido de sus huesos, su corazón concentró todo su miedo, haciéndolo latir violentamente, cada golpe le daba la sensación de ahogo que le iba recortando su vida. La alquimia del dolor lo fue convirtiendo en un viejo pálido, con más resignación que rabia llenó sus últimos momentos con cuchicheos equívocos provocados por el delirio. Se fue despidiendo sin ninguna sensación de alivio.

Se fueron al amanecer, al límite de la fatiga, confiados en su propia suerte, desaparecieron ocultos por el el manto del ignominioso azar. Durante un rato Igor estuvo escondido. Estaba más pálido que de costumbre, completamente solo, patéticamente desnudo. Salió de su escondite y recorrió la casa, llamó a su esposa, pero no obtuvo respuesta, llegó a la sala y se miró amarrado, grotescamente fetal junto al cuerpo de su mujer, no pudo evitar el amargo llanto. La única emoción fuerte que tuvo en la vida no fue suficientemente trascendente, fue una muerte que lo hundió en la nada llevándose todos sus recuerdos, sería una de esas almas que permanecerían atrincheradas, sin ninguna historia, en la capilla mortuoria del olvido.

La mujer del tren

Una mujer estaba sentada a mi lado, el reflejo traslucido en el cristal de la ventanilla evitaba que notara mi risita nerviosa. Ella mantenía un aire de ausente, que resultaba agradable para mis desbordados nervios. El roce de nuestros hombros me proporcionaba un poco intimidad para seguir observándola de reojo. Tantas ganas de fumar y estaba prohibido en ese vagón. Ella parecía estar más distante, más ensimismada en sus pensamientos, así que baje la mirada y me quedé mirándole los pies, unos dedos pequeños y delicados me estremecieron por su inocencia y desamparo. Cerré los ojos y trate de no pensar en nada. Ella miraba la ventanilla, respiraba despacio, apenas moviendo los labios y al parecer musitando algo para sus adentros. Me cautivó su aparente debilidad, la forma en que temblaba al pasar los interminables y oscuros túneles. Empezaba a caer una llovizna miserable, no lo suficientemente fuerte, pero tuvo la dosis exacta para apagar la calidez del día y convertirlo en uno triste y negro. Nunca he tenido que hacer ningún esfuerzo para acercarme a una mujer. Me he valido de toda suerte de disfraces, ese día en especial utilice el traje gris oxford, el bigote y el bombín. Esperé que los latidos de mi corazón se sincronizaran al tartamudeo infinito y metálico de la locomotora. La mujer se acomodó la negra cabellera, su belleza me desafiaba y seducía a la vez, por lo que al mirarla fijamente decidí no esperar ni un minuto más y la ataque salvajemente, como un maldito desquiciado. Me deleite de la expresión de miedo en su cara tímida e inocente, parecida a la de un niño que apenas se despierta en un lugar desconocido. Nunca fui rechazado ni obligué a nadie a nada, menos a una mujer, pero últimamente una multitud de voces en mi cabeza me han susurrado cosas malas. Estuve a punto de ser linchado, pero escapé de esa multitud hambrienta de odio, escapé de esa espantosa muchedumbre que empezó a golpear el vagón, la que en su afán de justicia destruyó y quemó la estación del ferrocarril. Esperé unos días a que la prensa local se olvidara del asunto. Escogí unos pantalones desgastados, una camisola y unas botas industriales. Solo me falta una caja de herramientas y un casco deslucido. Apenas voy con el tiempo suficiente para coger el tren.