Leyenda de los niños atrapados en el temblor
Cada otoño los bosques de oyameles y
pinos ensordecen, con aires polares, los cantos de veraniegos pájaros. Inicia
la temporada del silencio sepulcral, las oraciones nocturnas y los rezos
humedecidos por el aliento de los difuntos. Los santuarios cubren de
estremecedores vapores los panteones para adornar de misterio el retorno anual
de los muertos.
El universo sincroniza el tiempo de la
mudanza y del continuo movimiento, improbables o imposibles que se da entre la
vida y la muerte. Aunque toda perfección tiene sus infaltables grietas, las
cuales dejan diminutos y aberrantes intersticios que, nos guste o no, utilizan
espíritus chocarreros para provocar bromas macabras.
Una de estas deslumbrantes criaturas,
María Carlota Amelia, con locura inacabable, vaga entre los largos pasillos del
Castillo de Bouchout y las terrazas del Álcazar de Chapultepec, cargando con
angustiosa demencia un corazón y una bala. Pobre alma, huérfana de una carroza
real, aún continúa con alas propias, convertida en mariposa aturdida, buscando
el cuerpo de su amado Maximiliano, porque el cadáver embalsamado, el cadáver
entregado, no era el de su marido.
Y sucedió lo improbable en el infinito
y continuo movimiento del universo, en el año 2017 un fuerte terremoto sacudió
la Ciudad de México y como mal presagio aconteció lo imposible. Mamá Carlota
quedó atrapada bajo toneladas de escombros. La oscuridad la cegó y sin un punto
de luz no podía abrirse paso entre las tinieblas. Porque todos los ectoplasmas
necesitan una hoguera encendida que las guíe dentro de la oscuridad. Por lo que
ella, la antigua soberana, revivió el miedo del primer entierro, cuando la loza
de mármol sepultó su inmaculado cuerpo.
Cuando escuchó los primeros golpes,
pudo gritar, solemne, "Soy María Carlota de Bélgica, emperatriz de México
y de América", pero no lo hizo, a pesar de su locura, pues conocía las
supersticiones y los miedos que llenan los corazones de los mexicanos. Hubieran
huido, se hubieran santiguado mil veces y llamado a un sacerdote o un cardenal
para santificar esta tierra maldita. Simplemente esperó con paciencia el sonido
sordo de los marros sobre el concreto. Entonces una sonrisa, casi infantil,
encendió su espíritu con viva esperanza.
Después de horas, el destello metálico
del cincel la sacó de sus cavilaciones. — Sálvenme, estoy aquí atrapada — gritó
con voz de niña. — Quédate quieta pequeña, ya estamos cerca — susurró el
rescatista por miedo a quedar también enterrado.
Mientras el rescate continuaba se estableció
un diálogo precario e impreciso. El fantasma adoptó otro nombre, más dulce, tan
pegajoso como el polvo de la devastación. En tanto, el rescatista, cansado,
cayó bajo el influjo del hechizo. Repitió el nombre a sus superiores, acercó al
hueco un poco de agua, sintió tocar unos dedos y los besó con delicadeza. Nunca
supo que con su linterna guío el camino de salida al espíritu atrapado.
Siguieron los trabajos y no se
encontró el cuerpo, ni una voz, ni unos dedos, solamente, escondida entre las
losas, una antiquísima y reluciente caja de palo de rosa. En tanto, los
fantasmas que fueron rescatados siguen su camino hasta los bosques de Michoacán
y los vivos sumaran una leyenda más, en esta ocasión, el cuerpo de una niña que
al tratar de sacarla de los escombros nunca fue hallado.