No es que
fuera silencioso, nada de eso, siempre tenía la palabra justa, tímida, la de un
adulto sin infancia. Nuestra relación nació de la seducción mutua, producto de
su insistencia enfermiza y de que yo siempre estuviera drogada. Me doblaba la
altura y quizá la edad, lo último nunca lo supe con certeza y la verdad no me
importaba. Había viajado mucho, pues decía conocer cada rincón del mundo y lo
describía perfectamente. Estaba huyendo y conmigo hizo una pausa, un hogar
temporal en esta contaminada ciudad. Me confesó que llegó aquí a expiar sus
pecados.
Era un
vagabundo de rasgos bellos, pues tenía la piel hermosamente amarilla, solo sus
ojos acuosos me daban miedo, a veces terror cuando se me quedaba mirando
fijamente en la noche, cuando brillaban, siniestros, dentro de la
alcantarilla-respiradero del metro Bellas Artes. Por eso me enamoré de él, era
mi grandote, mi ángel caído, mi torre, mi protector, una horrible creatura de
sonrisa perversa y llena de maldad. Mientras yo era insufriblemente escuálida,
anémicamente verde-amarilla, con la mirada perdida como mi desgastado cuerpo.
Cuando me
besaba, con sus finos y negruzcos labios, me temblaba todo, cuando rozaba su
boca sentía un frío mortal tratando de robarse mi alma. Aun así lo amaba
porque, a pesar de su tamaño, tenía un alma inocente, un ente perdido, como yo,
caminando errante. Al principio pedíamos limosna en las esquinas poco
iluminadas, siempre de noche, cuidando las palabras para que no huyeran
despavoridos de solo vernos. Pero nos cansamos y fue más fácil pedir una
"cooperación voluntaria" a oficinistas y ricachones de Polanco,
Anzures, San Miguel Chapultepec, Del Valle y Narvarte. Solo algunos trataban de
defenderse y nos ofendían con palabras llenas de odio y miedo, entonces mi
ángel los tomaba del cuello y los asfixiaba rápidamente para que no sufrieran,
asi de enorme era su corazón. Mi ángel era monstruoso, pero conmigo era
diferente, me mostraba su lado más tierno, más amable.
Las
lluvias anegaban nuestro hogar, ese hueco que el metro utilizaba para expulsar
su incandescente aliento, como la de un dragón con llama apagada, pero con el
cálido aliento del diablo. Me decía que le recordaba como había llegado al
mundo, que se acordaba perfectamente de las ataduras de acero, los fríos
electrodos, la inclemente lluvia, los interminables truenos y un inmenso dolor
recorriendo su cuerpo. Por eso amaba ese maloliente respiradero. Todas las
noches recorría, con paso lento, los andadores de la Alameda sin miedo a ser
asaltado, los pocos que lo intentaron terminaron estacados en la Fuente de
Neptuno. Tenía una fuerza impresionante y la usaba con brutalidad, pero conmigo
era diferente, por eso lo amaba y me amaba, le pertenecía y me pertenecía.
Solíamos,
de vez en cuando, caminar en el bosque de Chapultepec, se sentía protegido por
los viejos ahuehuetes, parecía un árbol más meciéndose bajo los rayos de la
luna y ahí, en medio de toda esa negrura, hacíamos el amor de forma burda y
cruel. Su piel apergaminada y sus labios negros me llevaban a una especie de
éxtasis producido por el creciente dolor físico, sádico, de cada encuentro.
Éramos dos almas rotas y nos ayudamos a pegarnos, como un rompecabezas que la
mayor parte de las veces no embonaba, ni con la ayuda de todas las drogas del
mundo. Él era un hombre bueno pervertido por la sociedad y yo era un demonio
que había sido enviada para tatuarle más cicatrices en la piel.
Eran
tantas las víctimas, y un solo culpable, que una noche se fue, no hubo
despedida, solo se adentró a los túneles del metro y desapareció colgado de un
vagón. Mi ángel llegó en un día atípicamente lluvioso, iluminado con todos los
truenos del universo reunidos en un solo lugar, como si todo el mal clima se
hubiese confabulado para inundar la línea dos del metro y para que él me
salvara de morir ahogada. Cubrió mi desnudez con su cuerpo y con la ropa de los
aparadores de la Avenida Juárez. Por eso cuando se fue me deje morir lentamente
con la ayuda de cuanto hongo alucinógeno pude conseguir, para que cada parte de
mi alma viajara deschavetada hasta donde estuviera mi amor, mi ángel caído, mi
torre, mi todo.